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Pequeño terrorismo ilustrado

Lo primero que se se siente es una diminuta vibración, un apenas hipo neuronal, como un vago escalofrío que irrita al sensorio; algo de naturaleza indefinida pero de carácter a todas sombras amenazante. Ante ese ruido, las dendritas se sacuden las malditas, las glándulas suprarrenales se ponen fatales, el peritoneo ejecuta su primer meneo.

El sistema nervioso central, luego de verificar con sus fuentes confiables que solicitan el anonimato, emite la primera señal: “Algo viene y no es agradable: cuidado”. La naturaleza de ese peligro, sin dejar de ser vaga, se va perfilando lentamente: es una especie de “vibración”, algo cuya textura afecta a la vez las antenas del oído y los radares de las plantas de los pies.

Sí, la amenaza es de índole más telúrica que subterránea y más tectónica que telúrica. El diálogo sináptico comienza a multiplicarse y a analizar el fenómeno. Desde los depósitos ancestrales donde se preserva la información preprimate emanan las primeras conjeturas: ¿será un tiranosaurio galopante, un volcán que se despereza?

Los ojos augures se dirigen de inmediato a las lámparas de la casa que para nosotros, moradores de zonas bamboleantes, son la versión casera del Instituto Sismológico Nacional. Como el prejuicio catastrófico (al que los mexicanos somos tan propensos) se activó antes que la sensatez (a la que somos tan indiferentes), miramos moverse a la lámpara ansiosa. ¿Tiembla en efecto, o son sólo las nubes de la adrenalina?

Pero, y si no es terremoto, ¿qué es? Los neurotransmisores independientes confirman que hay una amenaza, pero debaten intensamente su naturaleza. En un conmovedor momento de autocrítica, calculamos que la vibración no proviene del exterior, sino que es autogenerada. Igual y se trata nomás de la neurosis consabida, o de un infartito o del típico aneurisma o de la obvia acción revolucionaria contra aquel pozole…

Pero no: la vibración aumenta y alzanza una categoría acústica. Algo tiene de cañonazo en cámara lenta, como un relámpago acostado. Poco a poco se muda en rugido, un ronroneo de rocas guturales, una pasta de fragor que ya rebasa lo subsónico. Sí, ahora es una algarabía honda, como si el cíclope Polifemo hubiese lanzado un prolongado eructo en su caverna woofer; o como el inicio del “Zaratustra” de Strauss, cuando los muchos contrabajos rugen su do profundo.

La batahola aumenta en volumen. Sin tener de qué aferrarse, la mente comienza a abrir las puertas del pánico: brota el sudor frío, se electriza el gran simpático, la piel se eriza o --para decirlo con propiedad-- se horripila. ¿Etimologías en pleno panic-atack? Bueno, sí. Ante el volumen y la bestialidad del ruido, la mente aterrada tiende a refugiarse en trivialidades. El ruido es terrorista, como lo supieron los troyanos al escuchar a los aqueos rondando sus murallas, o los gurúes del Ramayana ante el revolotear de los catorce mil demonios sobre sus pacíficos ashram.

De la bodega de triques de la infancia, la memoria resucita un bamboleo métrico de Victor Hugo, pues el misterioso ruido también

es lamento

sobrehumano

parecido

ya al gemido

con que clama,

ya al aullido

con que brama

de horror llena,

la alma en pena

sin abrigo,

que en castigo

sempiterno,

rauda sigue,

cruel persigue,

roja llama

del infierno

La bulla crece, más cerca y más cerca. Y cada vez más brutal, es ahora un fragor, una estridencia cacofónica, como si mil godzillas se pedorrearan en coro. Sube en intensidad y luego baja para tomar fuerza y atacar de nuevo. El edificio se sacude en sus cimientos. Los niños aterrados gritan despavoridos. El ruido ha llegado y está en la puerta.

Y cuando levanto la cortina, llevado por un espanto numinoso, miro al causante: es la pesera número económico 04713. Un camioncito de transporte colectivo al que se le ha adaptado un dispositivo que convierte su motor de combustión interna en un sistema de terrorismo externo.

Impune, soberbio, omnipotente, el chofer ayatolá enseña la dentadura.

Y me pregunto: ¿pasará la pesera por la casa de Mancera? ¿Estaría de acuerdo el jefe de gobierno en que se le podría aplicar a esa pesera –y a las miles que circulan por la ciudad-- la definición de terrorismo de la ONU: “actos criminales calculados para provocar un estado de terror en el público, grupos de personas o personas particulares”?

Obviamente, no.

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