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La decencia y la credibilidad como credenciales electorales.

A pocos días de las elecciones del 20D, la campaña electoral lo contamina todo. Los medios de comunicación amplifican el ruido partidario, y cada competidor político pugna por hacerse oír más alto y más contundentemente que sus adversarios. Combaten ensalzando lo propio y degradando lo ajeno, y algunos convierten su propuesta casi en una mercancía que nos quieren vender como vulgares negociantes. Es, lamentablemente, lo habitual de una campaña electoral, aunque en estos tiempos se hayan agudizado las aristas más cortantes, más agresivas de la controversia partidaria y, además, por regla general, se le haya perdido el respeto al votante. Unos lo evidencian más que otros, por supuesto; todos no son iguales, pero algunos se parecen demasiado. Por eso, entiendo, son tan importantes dos componentes del comportamiento político que perciben los ciudadanos cuando, como ahora, a una semana de los comicios, se les pide el voto. Me refiero a la decencia y a la credibilidad que ostentan y merecen los distintos actores partidarios que compiten por el voto ciudadano.

Cuando digo decencia me refiero ―debe quedar claro― a la dignidad y a la honestidad en lo que se dice y lo que se hace. Cuando digo credibilidad, pienso en aquello que está acreditado como creíble y confiable. No seremos pocos los que coincidiremos en que nuestra política partidaria está aquejada de una patología vírica que se llama corrupción, lo que ha llevado los niveles de decencia pública a cotas bajísimas; y que, paralelamente, y en buena medida éste y otros factores han mermado de manera casi irreparable la credibilidad, tanto de los representantes políticos como la de sus formaciones partidarias. De nuevo hay que añadir una coda: a unos más que a otros.

No obstante, de la misma manera que considero que la decencia y la credibilidad registran niveles ínfimos en materia política y electoral, y de igual forma que creo que esta idea está muy extendida y es compartida por la mayoría de los ciudadanos, me pregunto sobre el efecto electoral que tendrá. Está claro que la corrupción vinculada de una u otra forma a la política va a tener efectos electorales, como está claro que la pérdida de credibilidad de algunos de los actores partidarios también los tendrá. Lo que me pregunto es si serán los suficientes y deseables para mejorar nuestra calidad democrática de una forma sensible; algo que el sistema político necesita con urgencia.

Los expertos en comportamiento electoral nos explican cómo se vota, cómo cada elector decide su opción partidaria y elije una papeleta que deposita en la urna. Sabemos que, en última instancia, el votante no dedica horas intensas a realizar un análisis sosegado de los programas electorales, sino que elige su opción por razones que van desde una adscripción política simple

[conservador, liberal, progresista] a una tradición personal o familiar [una fidelidad a los de su linaje, por ejemplo]. Según parece, los mayores [más allá de los 45 años], siguen este patrón que podríamos considerar un modelo bastante ideologizado. No obstante, el votante más joven [el menor de 45] vota de forma menos protocolizada y está más abierto a cambiar su voto en función de razones que van del interés pragmático a la simpatía por un líder o por unas siglas partidarias.

Las encuestas electorales nos advierten de una realidad que habrá que confirmar en la noche del 20D: que los partidos que han conformado el bipartidismo tradicional, son mucho más fuertes entre los mayores, mientras que los emergentes lo son entre los jóvenes. Y eso en la misma medida que la España interior de las pequeñas circunscripciones registrará un voto mucho más conservador que la España periférica más Madrid, en la que será mayoritario un voto menos tradicional. No es el resultado de una casualidad que nuestros legisladores apostaran durante la Transición por lo que un amigo ha definido con agudeza como una deliberada desviación del principio de igualdad. Para muestra un botón, el que daba Alberto Penadés en el diario.es: “Cataluña elegirá 47 diputados, con 5,5 millones de electores. En esas mismas elecciones, la suma de Castilla y León, Castilla-La Mancha, Aragón y La Rioja elegirán a 70, con 5 millones”. Es decir que una cosa serán los votos, y otra cómo esos sufragios se convertirán en escaños.

En este escenario sesgado, ¿qué papel jugarán la decencia y la credibilidad? ¿Qué decidirán votar los ciudadanos? Los especialistas dicen que la propensión a los atajos heurísticos ―el dar soluciones sencillas a los problemas complejos― juega siempre un papel notable en escenarios políticos como el que estamos viviendo.

El Partido Popular aparece ante los ojos de la ciudadanía [de la que quiere verlo] como una inmensa organización metida en el chapapote de la corrupción. Tanto los casos abiertos que son objeto de investigación policial o de procedimiento judicial, como las condenas firmes e incluso los ingresos en prisión de dirigentes, se reparten geográficamente por todo el país. En las últimas horas un embajador del Reino de España y un candidato a repetir como diputado han aparecido como los presuntos artífices de unas prácticas corruptas amparadas por sus cargos. A las pocas horas de que Mariano Rajoy, con su habitual simpleza, declarara que todo le parecía muy normal en el comportamiento de estos dos cofrades, el PP hacía público un comunicado según el cual se abría expediente informativo a los dos caballeros. Además de la corrupción, el PP con Rajoy al frente, deja un país con menos población con trabajo, con menos afiliados a la Seguridad Social, con un Fondo de Reserva de las Pensiones del que se ha gastado 25.000 millones de euros y con una

deuda sobre el PIB que ha pasado del 69 al 99 por ciento. ¿Cuánto le importa este cuadro a sus potenciales electores? Lo sabremos el próximo día 20 por la noche.

El Partido Socialista vive horas de desasosiego. No hay más que oír sus quejas y lamentos por el maltrato que, dicen, sufre su líder, Pedro Sánchez, a manos de los medios de comunicación. Todos los atacan, todos los denigran, explican a propios y extraños. No les falta una cierta razón, en mi opinión. Lo que ocurre es que eso está pasando por dos razones de peso: que el escenario en el que antes competía solo con el PP ahora compite con otros dos partidos, que son Ciudadanos y Podemos [y sus aliados]; mientras que el primero lo ataca por el flanco derecho el otro lo hace por el izquierdo, con el único y legítimo afán de restarle electores. No obstante, en mi opinión, el problema principal que sufren los socialistas no es éste. El gran mal que los aqueja es su falta de credibilidad. La perdieron. Poco importa lo que digan, ofrezcan o prometan, porque su pasado reciente les condena ante muchos electores. En una medida incomparable al PP también han tenido casos de corrupción; pero además siguen empeñados en batallas internas a plena luz, siguen sin jubilar a viejas glorias que cada vez que hablan sube el pan, siguen sin saber gestionar la pluralidad de España, y todavía se recuerda cómo Zapatero negaba tercamente que estuviéramos en crisis para luego pactar la reforma del artículo 135 de la Constitución con Rajoy, por teléfono. ¿Cuánto le importa este cuadro a sus potenciales electores? Lo sabremos el próximo día 20 por la noche.

¿Se producirá, finalmente, un vuelco electoral y pasaremos de un partido de simples a un partido de dobles en la pista central de la Carrera de San Jerónimo? En la noche del 20D podremos saberlo, y además podremos entender mejor qué peso ha tenido la decencia y la credibilidad a la hora de decantar el voto de los ciudadanos.

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