Todo ha estado en regla. Empresarios socialmente responsables llegaron y compraron unas hectáreas de tierras que estaban ahí nomás, de oquis, vacías, desocupadas, llenas de yerbajos y sabandijas. Éstos conectaron a otros socialmente responsables seres y los invitaron a invertir en proyectos ultraurgentes para el mejor crecimiento del país y desarrollo de una región ávida de capitales.
Para concretar dichos proyectos dentro del marco del estado de derecho, se establecieron las estrategias pertinentes para lograr cuanta autorización legal fuese necesaria. Fue así como demostraron a las autoridades hacendarias y ambientales que los planes de desarrollo turístico e inmobiliario eran viables para la economía y la naturaleza, para el bienestar de la humanidad y acorde con las expectativas de ingreso para los ámbitos federal, estatal y municipal: la destrucción del manglar y los humedales de Tajamar convenía a todos.
Si los permisos los dio tal o cual administración, en realidad no importa. El Estado mexicano cumplió su parte al estar de acuerdo con dar prioridad a la generación de la riqueza individualizada y de alta concentración por sobre las directivas, tratados y convenios internacionales tendientes a la protección del planeta. Funcionarios anteriores y actuales forman parte de todo este tinglado.
No menos responsables son los inversionistas del proyecto en Tajamar. Industriales de lo más granado, líderes empresariales, inversionistas creadores de centros educativos “de excelencia”, hoteleros, cerveceros, cementeros, amigos de gobernadores, compadres de dirigentes políticos, todos ellos son creadores de la riqueza que tanta falta hace a la sociedad mexicana y al mismo tiempo fomentadores de la enorme desigualdad que caracteriza a nuestro país –como al resto del planeta Tierra–. No hablamos más que de mexicanos de primera, de esos que sí valen.
La gente con un poquito de conciencia en Cancún puso el grito en el cielo debido a la posible destrucción del manglar y los humedales. Aunque esas personas sean beneficiarias directas e indirectas de otros proyectos de destrucción de la selva quintanarroense, han decidido oponerse a éste. ¿Quién que viva y trabaje en esa zona del Caribe está ahí gracias a que las inversiones salvadoras del desarrollo en México han sido las causantes de la destrucción del ecosistema? Bajo ninguna circunstancia supongo que toda esa gente siga las normas de respeto de la antigua sociedad maya en su relación con el ambiente.
Total, que la poca o mucha conciencia hizo mella y ahora en el mundo se ha puesto en ridículo al Estado mexicano –por cierto, no entiendo cómo este ridículo vaya a ayudar a las garzas, a los cocodrilos y al mangle– por autorizar tan descabellada acción. Si los gobernantes son corruptos, eso ya desde hace décadas lo sabemos y poco o nada han hecho los mismos gobernantes para que la percepción sea diferente. También sabemos de sobra que para lograr la corrupción gubernamental alguien desde afuera del gobierno debe intentar corromper (no hay que ser genio para lograrlo, bastan unas monedas o la promesa de que llegarán)… Para eso están los grandes empresarios corruptores, esa iniciativa privada podrida que es incapaz de diseñar un negocio legal, acorde con los más elementales códigos de ética y responsabilidad con el resto de la sociedad y con el planeta que habita.
De sobra tienen sabido que actúan fuera de los ordenamientos legales y éticos, y por eso mismo continuaron la acción destructora de Tajamar bajo el amparo de las sombras de la noche y con la protección de la policía municipal que acordonó el área para evitar cualquier interrupción a los trabajos.
Para cerrar el círculo que carece de todo virtuosismo, hemos de incluirnos aquí todos quienes sin el más elemental indicio de pensamiento crítico, aceptamos las cosas tal como nos dicen que son o deben ser. Somos todos responsables por permitir que la tierra en la que vivimos sea destruida como si fuera un mandamiento. Somos cómplices por aceptar que unos cuantos sean quienes decidan cómo destruir paso a paso los ecosistemas, por contaminar los recursos que permiten nuestra vida y la existencia de millones de especies vegetales y animales diferentes a nosotros. Somos parte del problema, sin lugar a dudas. Si acaso hubiere quienes se sienten libres de esta complicidad, lo primero que deben hacer es un profundo examen de sus conductas de consumo, de sus ideales de bienestar y de las formas de existencia cotidiana, sin omitir los compromisos que se echan a cuestas, así como la congruencia entre su discurso y su actuación diaria.
De absolutamente nada servirán los golpes de pecho o el desgarre de vestiduras. Con todo y nuestra complicidad en el problema, al menos debemos comenzar a tratar de exigir un alto a la destrucción de la riqueza natural que todavía queda en Cancún y en cualquier otra parte del mundo. No es posible que nos mantengamos ciegos ante las opciones autodestructivas con afanes supuestamente de progreso y desarrollo.
Bien sabemos que en el siglo y medio reciente los seres humanos hemos arruinado al planeta más que en el medio millón de años anterior. Gracias a la industrialización y al escandaloso incremento de la población, la casa que habitamos ha dejado de ser lo que solía. La obra transformadora de la progresista especie con uso de razón y capacidad de amar ha sido tan destructiva que ni siquiera se da cuenta que lo ha hecho. Debemos detener el proyecto Tajamar, detener todos los proyectos similares a ese, pues no es el único; llevar a proceso a los empresarios predadores, a los funcionarios públicos cómplices y someterlos a las leyes nacionales e internacionales. Al mismo tiempo, debemos ser congruentes con nuestras acciones y revisar nuestros comportamientos cotidianos.
Tajamar, Punta Nizuc, Tulum, el río Sonora, Chapala, la Riviera Nayarita, la Huasteca, Xochimilco, son solamente ejemplos de desastres ambientales que precederán a Samalayuca y la ribera del río Grande una vez que se impongan los turbios negocios de la explotación minera a cielo abierto y el fracking para extraer el gas. La destrucción continúa.
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