En el catálogo de deberes de los ciudadanos, se encuentra una serie de supuestas obligaciones que quizá lo sean en términos de lo escrito en la legislación de los estados nacionales. Sin embargo, quienes detentan el poder político, económico, financiero, informativo, religioso, judicial, policial, educativo, comercial, familiar e, incluso, hospitalario, alimentario, sindical, vecinal, sexual, animal, mineral o vegetal, se han coludido para bombardear al pobre ciudadano permanentemente victimizado que se ve azotado por un discurso en el que sus derechos se convierten en obligaciones, las obligaciones en razones para ser reprimido por no cumplirlas al tiempo de que es testigo que todos para unos, y los unos no sueltan prenda.
¿Qué puede hacer una persona común y corriente cuando es testigo de un acto ilícito? Si se apersona ante “la autoridad correspondiente”, lo más probable es que la autoridá forme parte de la cadena de individuos coludidos para permitir que los ilícitos se sigan cometiendo por los siglos de los siglos y tan sólo se espere el día del juicio final para ser evaluados por quién sabe quién. Mientras tanto, la impunidad sigue su marcha. Las consecuencias de su “accionar ciudadano” van desde que no pase nada, hasta que lo consideren un bocón, que le partan la madre, que se metan con su familia o que aparezca en cualquier chico rato camino a la morgue mientras los noticiosos informan el hallazgo de “un masculino asesinado al estilo del crimen organizado”.
Los delitos denunciados van desde el simple estacionarse mal, que no deja de ser una falta a la ley, pasando por los actos de corrupción que implican el uso de pequeñas, grandes y medianas cantidades del erario (todo o en partes) hasta el asesinato de personas. ¿Usted se atreve a denunciar? ¿Se siente seguro con las autoridades que deben cumplir con su trabajo? Y es que el problema se da en todos los niveles de autoridad. Ahí tienen al niño que es constantemente molestado por la hermana mayor y que el padre no enmienda la relación; o la niña acosada por su padre o por la pareja de su madre y cuando se atreve a denunciar, la tiran de a loca. Lo mismo sucede en la escuela, en el vecindario, en cualquier parte… Dondequiera se aprende a ser ciudadano y la manera de entender la ciudadanía. Y luego nos quejamos.
Al contrario, cuando una persona trata de conducirse por el camino de la legalidad y de acuerdo a las normas establecidas para una mejor convivencia, la tachamos de mediocre y falta de iniciativa. “El que no transa, no avanza”, una frase muy utilizada para animar a nuestros congéneres a ciudadanizarse de acuerdo a los tiempos de la posmodernidad. “Si todos lo hacen, ¿tú por qué no?” Y si no lo decimos, se lo damos a entender a los niños y jóvenes con nuestra manera de enfrentar la vida cada día. ¿Hace falta decirlo? Basta hacerlo.
Otro de los deberes ciudadanos que me hacen ruido es ese de andar eligiendo autoridades por la vía de las votaciones. La idea del deber parte del presupuesto de que la democracia electorera es algo que a todos en este infeliz planeta nos conviene y como si fuera el non plus ultra de las relaciones entre seres humanos, medio y fin último. Todo lo demás es nada sin este atributo de la humanidad en su cúspide como lo máximo de la creación. ¡Patrañas!
Desde hace unos siglos, a los ocupantes humanos de la faz de la Tierra se nos ha taladrado el cerebro, neurona por neurona, con la intención de que comprendamos, y aceptemos, de una vez por todas, que la manera más nuestra de llevar la vida es por medio de la democracia representativa en la que todos tenemos el derecho y el deber de elegir a quienes nos gobiernan, nos representan, nos guían y nos dirigen.
Se han inventado una serie de mecanismos “transparentes” (¡oh, preclara noción emanada de lo más profundo de las entrañas de la gnosis democrática!) para que nadie se quede sin votar, para que todos alcancen las mieles de la satisfacción de legitimar a los mejores hombres y mujeres (la dialéctica de la igualdad de los sexos es vital para el discurso esclarecedor y humanista en su esencia medular) que han de ejercer el compromiso del ejercicio del poder político en su más alta expresión de servicio, compromiso y probidad (se me ha puesto la piel de gallina ante tan extasiante pieza de oratoria, digna del más célebre de los tribunos de la polis ateniense, neoyorquina o caraqueña).
Claro, esta opinión no la comparte mi compadre Otilio, que sigue suponiendo que los poderosos siempre son poderosos y que solamente crean la pantalla de la competencia democrática para seguir mandando y aprovecharse de la idiotez de quienes nos creemos toda esta ficción.
Pero pobre de mi compadre, está medio güey. Ni siquiera terminó la primaria, se fue de mojado a las piscas en California y regresó hablando spanglish y con unos fajos de dólares que fue la envidia de todo el vecindario. Pero, ¿qué va a saber Otilio de estas cosas de la democracia y del poder? Dice además mi compadre que a él le huele muy mal eso de que los políticos se anden cambiando de partido, que ya no defiendan ideas, sino que están solamente buscando la chamba para seguir jodiendo a la raza que siempre ha estado jodida y que detrás de todos esos politiquillos de quinta, están los que siempre han manejado los hilos del dinero, de la justicia, de los negocios y todas esas chingaderas que dicen solamente para marearnos con rollos que pa’luego nos creemos.
Me dejó de a seis el compadre Otilio. Yo, que me preciaba de ser un intelectual sabelotodo, líder de opinión, actor social de primera categoría y futuro activista social con planes de formar una oenegé que diera voz a los sin voz, un espacio a los desplazados y un foro para la expresión de las múltiples facetas de la competencia democrática, máxima expresión de los anhelos universales, mejor me largo y dejo de decir pendejadas. En una de esas, y hasta el pinche compadre Otilio tiene razón.
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