La irritación de los votantes progresistas con los líderes y los partidos políticos a los que dieron su apoyo en diciembre pasado es monumental. No les falta razón a tantísimos que confiaron en las propuestas programáticas que insistían, de manera inequívoca, en la necesidad de limpiar y ventilar el patio político peninsular. A ello parecía sumarse el partido del ciudadano Albert Rivera, quien prometía que lo suyo era regenerar, reconstruir, rehabilitar todo lo que el Partido Popular había corrompido, destruido y deteriorado tras cuatro años amputando sin descanso nuestro todavía tierno y frágil Estado del Bienestar.
No es que los electores progresistas [los situados desde el PSOE hacia la izquierda, tanto estatal como regional] confiaran demasiado en Rivera y los suyos, porque el caballero ya había dado muestras de su enorme capacidad para hacer con una mano lo que niega con la otra. Pero, pasados cuatro meses, está claro que el dirigente catalán ha confirmado dos cosas: que es un buen comercial que ha maniobrado con mucha habilidad empantanado a la izquierda [con la colaboración de la dirigencia más jacobina del PSOE] y que aspira a ser a medio plazo el nuevo líder de la derecha española.
Son el PSOE y Podemos los que más han irritado a sus electores [descontemos a los hooligans de ambas formaciones]. En cuanto a las diversas opciones restantes de la sinistra peninsular, las de implantación regional, las valoraciones divergen en cuanto a la bondad del papel jugado, pero nadie puede responsabilizarlos de que estemos en mayo, con la primavera avanzando, y sigamos por cuarto mes con un gobierno en funciones dirigido por un bípedo perezoso.
La tentación de muchos votantes progresistas, según se escucha aquí y allá estos días, es castigarlos con la abstención. Parece que es una muy mala opción que quienes les votaron en diciembre debieran revisar. Podrían cambiar su voto, para mostrar su enfado; quizá eso sería más adecuado y efectivo como penitencia.
Es verdad que es creciente el número de aquellos que hoy en día manifiestan con la voz crispada que a los responsables del desaguisado de que el PP se mantenga en el gobierno, a los que no han sabido gestionar el mandato de las urnas, a los que han antepuesto sus intereses partidarios a los generales, los va a votar su señora madre.
Sería absurdo negar la fuerza de la pulsión, aunque también se escuchan las voces de quienes se resisten a dejarse arrastrar por la rabia. Incluso ha
surgido una campaña en Change.org que pide unas elecciones sin campaña electoral: “Pongan las urnas y votemos”.
Me parece más sensata y, a la vez, provocadora esta campaña que la renuncia al ejercicio del voto. No sólo porque el votante conservador no va a dejar de acudir a las urnas a apoyar a los suyos; no sólo por eso. Como el tema da para mucho expondré hoy únicamente dos razones que creo debieran sospesar aquellos que se inclinan por mostrar su disgusto político refugiándose en la abstención. Tiempo habrá de volver sobre el tema.
La primera es una razón de memoria histórica: ha costado mucho esfuerzo, mucho dolor, mucha lágrima y muchos muertos que en este país seamos convocados regularmente a votar por la opción y el programa político que mejor nos acomoda. No debiéramos escupir sobre nuestro pasado, ni olvidar a aquellos que lucharon durante la dictadura por la libertad y por la democracia. Tenemos esa deuda con ellos. La segunda es porque los ciudadanos de a pie, los simples votantes, tenemos una buena dosis de responsabilidad a propósito de la mediocridad dominante entre los representantes y los dirigentes partidarios en la medida que no hemos sido capaces de apartarlos y substituirlos por otros más resueltos y talentosos.
Además, ¿qué castigo sería ese que podría regalarle a las derechas el gobierno para que sigan aplicando las políticas antisociales de los últimos cuatro años y, por si fuera poco, validaran con su victoria electoral la infamia de la corrupción que debiera abochornarlos?