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El Regreso a Juárez

Después de seis años, ayer sábado 9 de mayo, pase a Juárez.

No fue fácil. El regreso me tomó mucho tiempo, mucha preparación física y mental, miles de horas en conversaciones personales, días en la computadora buscando información, horas de oración (en diferentes iglesias, desde católicas, protestantes, bautistas) y no se diga de batallas internas, externas, y familiares.

Olvidé visitar a mi ciudad después de que un día, cuando buscaba esta revista en el Holiday Inn y no la encontré, entonces, caminé a Sanborns y fui recibido por una decena de personas que se sorprendieron al verme y preguntaron, “¿Ya se fueron?” Los pobres habían sido sacados del hotel con pistola en mano. Me dio un poco de miedo.

A esta experiencia se le añadieron los asesinatos de amigos cercanos y secuestros a familiares. Al mismo tiempo, conocidos se cambiaron como yo a El Paso y los pocos familiares que quedaban emigraron al Distrito Federal o a otras ciudades.

Durante los siguientes años, las recomendaciones de no ir a Juárez se acompañaban de historias como la gente no salía de sus casas en cuanto oscurecía, de asaltos en cada semáforo, del miedo a los soldados y a los federales, y los ruidos de balazos a todas horas del día. Todo esto me cerró las puertas a un posible regreso. Es difícil luchar contra las expectativas creadas por los medios de comunicación y estas recomendaciones.

Siempre he pensado que lo mejor que tiene El Paso es Juárez, y viceversa. Mi posición de fronterizo me ha dejado experimentar lo mejor de las dos ciudades. Toda mi vida me la pasaba de una ciudad a otra y ahora era una de las personas que no visitaba la ciudad por miedo.

Pero tomé la decisión cuando una amiga cercana me invitó a la fiesta de su hija.

Como no he sacado pasaporte, fui al puente a preguntar si podía pasar con mi acta de nacimiento y un chaparro me dijo que no había problema. ¿Acaso eran mentiras las historias de que si no traías pasaporte o mica fronteriza no te dejaban pasar?

Después de limpiar el carro, me armé con mi licencia de manejar, el título del carro, un poco de dinero (por si tenía que dar mordida) y maneje a la frontera.

Ya una vez todo en orden, manejé hacia el puente libre…

No había mucha línea y al llegar a la bajada del puente me dio la bienvenida una tarahumara pidiendo limosna. Después de la luz verde en la aduana, me encontré con el Chamizal y todo su esplendor. Ahí estaban los postes sin banderas, la estatua de las sirenas que ya perdieron su color y al dar vuelta en la curva, ya no estaba el Electric Q ni el Pueblito Mexicano. Ahora estaba un Casino y unas oficinas de Gobierno. Decidí manejar hacia Futurama y de pronto me sentí en un lugar ajeno. Los hospitales están reconstruidos, muchos negocios nuevos y puentes para peatones en todos lados.

No tardé mucho en llegar a la casa de mi amiga y disfrutar la fiesta. Pero no me sentía del todo bien. Fue en Juárez donde pasé mi infancia, donde caminé durante la madrugada, donde aprendí muchas cosas y ahora me recibía como un extraño.

Creo que la cuidad ya no es la misma y creo que yo tampoco.

Mi memoria buscaba la central camionera junto a Futurama, los smarts, los salones de baile, los restaurantes, los bares y los lonches de colita de pavo. En mi regreso al puente pensé en regresar a la casa de mi abuela, pero me dio mucho miedo.

El miedo no fue a ser secuestrado, o a los policías, el miedo de que parte de mi vida ya no existe, el miedo es a que la ciudad me recuerda que ya no estoy joven y que ha pasado mucho tiempo. El miedo a la vejez, supongo.

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