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Escribir por encargo

  • Margarita Salazar Mendoza
  • May 26, 2016
  • 4 min read

Hay algunas ideas sobre la escritura que están muy arraigadas, principalmente, entre quienes no escriben o entre quienes desean ser llamados escritores y no meterse a trabajar de lleno: el genio y la libertad.

Creer en el primero libera de trabajar arduamente y justifica la mediocridad. Me explicaré. Si yo digo que fulanito o sutanito escriben estupendamente bien y sostengo también que son genios, yo estoy eximida, es decir, desembarazada de la carga, la obligación de escribir bien lo que sea, incluso un mensaje electrónico, no hay nada que me obligue a tener cuidado. De tal suerte que si redacto mal alego que no soy ni especialista ni –menos– genio.

Por supuesto, como bien se imaginarán ustedes, y como no hay ideas tan “nuevas” que digamos, esto ha sido sostenido por grandes pensadores, los verdaderamente grandes –Aristóteles, Alexander Gerard, Nietzsche y otros tantos–. Por otro lado, existen escritores que hablan de inspiración, de la musa, del soplo divino, de la revelación o de una visión, como si el trabajo no fuese fruto de su mente y su mano hubiese sido el instrumento para que “otro” escriba. Eso es algo similar al estatus de los sacerdotes o los brujos, a los ojos del vulgo los mantiene en un nivel inalcanzable.

Respecto a la libertad para escribir lo que nos venga en gana, es relativamente cierta. Cierta si escribimos y guardamos lo escrito en nuestro cajón personal. Para el resto de los textos que nos vemos obligados a crear, hay límites y circunstancias determinantes. Superfluo resulta decir que si se tiene que redactar una tesis y el autor es estudiante de química, su área de escritura está bastante restringida.

Por otra parte, la escritura por encargo es más común de lo que sabemos a ciencia cierta. Un ejemplo clásico es el del italiano Carlo Collodi, autor del famosísimo Pinocho. Se dice que Collodi ni siquiera toleraba a los niños, pero como necesitaba dinero aceptó el ofrecimiento de su amigo Ferdinando Martini, quien fundó Il Giornali per i bambini, primera publicación periódica para niños en Italia. Martini le pidió a Collodi, primero, unas traducciones de los cuentos de Perrault; luego Collodi escribió libros de texto escolar para enseñar geografía, inventándose para ello un personaje llamado Gianettino. Después, empezó a redactar una historia para que apareciera en episodios. Así, Collodi redactó unas aventuras -unas niñerías las llamó él-, que se titularon originalmente Storia de un Buratino (Historia de un muñeco).

Un reciente caso de escritura por encargo, fue el libro publicado en homenaje al centenario del nacimiento de Rafael Bernal, autor de El Complot Mongol (1969). La obra resultante fue ¡Esto es un Complot! (2016). Se llamó a siete conocidos escritores de literatura negra contemporánea para que escribieran un relato a partir de la novela de

Bernal, entre los que figuran Élmer Mendoza y Pedro Ángel Palou. No es esa, por supuesto, la primera vez que se lleva a cabo un proyecto de tales características. Otro libro, Érase 21 veces Caperucita Roja (2003), tuvo su origen en un taller para ilustradores que se llevó a cabo en el Museo Itabashi de Tokio. El editor pidió a los participantes que se sintieran libres para efectuar todos los cambios que desearan, así nacieron esas veintiuna historias distintas que utilizan como punto de partida el cuento clásico de Perrault.

De igual manera trabajaron Bethoven, Liszt y Schubert, entre cincuenta compositores de la época, quienes, a pedido de Anton Diabelli, quien les envió un vals, crearon una obra, cuyo conjunto ahora conocemos como las Variaciones Diabelli.

Incluso tenemos el asunto de la extensión del texto. Las publicaciones periódicas, tanto académicas como revistas y diarios, establecen límites en la extensión. Hay un magnífico artículo de Juan José Millás, titulado “Un adverbio se le ocurre a cualquiera” –se lo recomiendo, lo encuentran en internet– que habla del asunto. Lo mismo encontramos en las convocatorias de concursos literarios.

Con seguridad ya están enterados de los escritores fantasmas -o negros, también les dicen- que han proliferado en la red. Ellos escriben de acuerdo a indicaciones y ceden la autoría por un pago. Redactan historias familiares, novelas, biografías, memorias, ¡hasta tesis de posgrado! Se trata de un trato comercial y cobran por página.

Muchos, muchísimos son los autores que admiramos y que de alguna manera u otra cumplían con un trabajo encargado, pensemos en quienes laboraron en periódicos: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Guillermo Sheridan, incluso Ernest Hemingway, George Orwell y Arturo Pérez Reverte, sólo por citar algunos nombres. La lista es larga.

Ellos son una muestra de que el buen escritor trabaja tenazmente y gracias a esa práctica constante logra dominar los secretos, el arte de tal o cual discurso. Dijo José Saramago que “La importancia que puede tener usar una palabra en vez de otra, aquí, más allá, un verbo más certero, un adjetivo menos visible, parece nada y finalmente lo es todo”, en este asunto de escribir.

Sin una rutina y sin disciplina no sólo no se lograr escribir bien -o mejor-, ninguna actividad se domina. El trabajo diario, constante, es el que especializa a quien lo lleva a cabo, lo mismo para el panadero, que para el profesor o el escritor.

 
 
 

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