Algunas notas sobre escritores y su manera de ganarse la vida cuando no había becas ni universidades.
Me encontré unas notas sobre escritores y su forma de ganarse la dura vida cuando no había becas ni casi universidades.
En La verdadera historia de la Revolución Mexicana (vol. 17, 1931, p. 26) escribe Alfonso Taracena:
Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, José Gorostiza y Bernardo Ortiz de Montellano trabajan como mozos acarreando libros y clasificándolos en montones, en polvosos almacenes donde sudan y se ganan el pan como Dios manda por primera vez en sus vidas, a las órdenes de un reportero, Rafael Pérez Taylor, en el Departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública.
En 1938, Rafael Solana publica en su columna de la revista Hoy un artículo titulado “Las ostras no viven de sus perlas”, donde anota:
Octavio G. Barreda es jefe de sección en la Secretaría de la Economía Nacional y publicista de una conocida cervecería.
Enrique González Martínez es consejero del Banco de Crédito Hipotecario.
Enrique González Rojo es subgerente de una compañía de seguros.
José Gorostiza es secretario del general Eduardo Hay, secretario de Relaciones Exteriores.
Efraín Huerta cobra veinte pesos por colaboración en el diario El Nacional.
Miguel N. Lira hace trabajos de imprenta, dirige la Imprenta Universitaria y la Revista de la Universidad.
Octavio Novaro es el director de una secundaria en Mérida, Yucatán.
Salvador Novo escribe en la revista Hoy, en Lectura[1] y en el vespertino Últimas Noticias.
Bernardo Ortiz de Montellano trabaja en la Secretaría de Hacienda.
Xavier Villaurrutia imparte clases en la Escuela de Verano de la Universidad, y escribe en Hoy.
Carlos Pellicer da clases en una secundaria, y viaja…
Historia triste de Alberto Quintero Álvarez.
De San Francisco, California, le escribe Octavio Paz a su tocayo Octavio G. Barreda el 31 de octubre de 1944:
Por El Hijo Pródigo supe de la muerte del pobre Beto. Me impresionó mucho. Tenía sensibilidad y talento –que desgraciadamente no pudieron madurar-- y, además, buen corazón. Siempre lo vi como tras de una nube, que hacía borrosa su fisonomía y que, finalmente, acabó por borrarlo del todo. Su caso me ha hecho pensar en el triste destino de esas sensibilidades desvalidas, frustradas en cierto modo por el ambiente. Quintero nunca pudo dedicarse completamente a su vocación literaria y siempre tuvo que trabajar en cosas ajenas a su gusto. ¿Por qué El Colegio de México, que protege a tanto mediocre extranjero, con canas o sin ellas, no ayuda a los jóvenes?[2] Pienso que [Efraín] Huerta, [José] Revueltas, [Neftalí] Beltrán o cualquier otro, podrían hacer cosas mejores si no tuvieran que escribir para los periódicos, para el cine o para las agencias de publicidad. No creo que sea difícil dar, cada año, tres o cuatro becas a los artistas jóvenes, ni tampoco es necesario que los favorecidos sean figuras de primer orden. Lo importante es crear un ambiente, una atmósfera de cordialidad y de trabajo. En fin, ni Quintero pudo gozar de nada semejante, ni creo que los otros obtengan algo.
Beto Quintero Álvarez (1914-1944) había publicado poemas y ensayos promisorios en las revista Taller, Tierra Nueva y El Hijo Pródigo. Desde niño arrastraba una enfermedad pulmonar y se murió a los treinta años, dejando una viuda y un hijo recién nacido. Vivía modestamente, escribiendo publicidad para el radio y guiones de cine (logró vender uno, El globo de Cantolla, que se filmó).
En ese tiempo, por cierto, Paz ganaba 160 dólares mensuales en el consulado de México en San Francisco. En marzo de 1945 le escribe a Elena Garro, que estaba en México:
Lo único que me angustia es mi trabajo: ser canciller de tercera, no hacer nada importante, seguir viviendo una vida mediocre, sin dinero y sin relieve, ayer clasificando expedientes y hoy sellando cartas; no sólo es humillante, es enloquecedor.