Divagaciones de la Manzana
Cualquier accidente que ocurra en nuestras carreteras es lamentable, máxime cuando ocasiona pérdida de vidas. Por desgracia, justamente hace unos días se registró un muy deplorable suceso en el llamado Paso Exprés de Cuernavaca.
Como sabemos –la noticia se difundió ampliamente debido a lo alarmante del hecho–, un automóvil se hundió en un socavón de enormes proporciones, que se abrió de pronto en plena carretera. Y ahí, en el fondo, murieron asfixiados dos trabajadores que se dirigían a su centro laboral: Juan Mena López y Juan Mena Romero, padre e hijo, en el amanecer del martes 12 de julio.
Un caso tan doloroso como escandaloso, sobre todo porque la tragedia ocurrió en una carretera inaugurada con bombo y platillo hace apenas tres meses por las autoridades federales encabezadas por el presidente Peña Nieto.
Tras el horrible acontecimiento han corrido distintas versiones sobre su causa, pero todas desembocan en los linderos de la corrupción, la ineficiencia y la negligencia de los responsables de la planeación, realización y supervisión de la obra. No hay otra manera de entenderlo, pues además de mostrar errores en su construcción, no fueron atendidas las múltiples quejas que se expresaron en las semanas y meses recientes a causa de las filtraciones de agua y los notables riesgos que éstas ocasionaban.
Muchas voces han coincidido en que ante un caso de tal gravedad, fruto de la indolencia, de la corrupción o de ambas, el secretario del ramo tendría que renunciar. Pero eso no ha ocurrido hasta el momento y, de hecho, todo indica que no ocurrirá, pues está visto que se le quiere mantener en el puesto contra viento y marea. Más allá de que el presidente Peña Nieto haya ordenado que se separe de sus cargos a quienes se vincularon a la construcción y supervisión de la obra a fin de realizar las investigaciones correspondientes, la responsabilidad no puede caer sólo sobre las espaldas de funcionarios menores.
Este desdichado acontecimiento ha sido motivo para que de nueva cuenta grupos de la sociedad civil se manifiesten hastiados tanto de la corrupción como de la impunidad, y exijan un deslinde de responsabilidades y justicia pronta para los familiares de los fallecidos. Y, sobre todo, medidas drásticas y sanciones para los culpables.
Debo reconocer que mucho me conmovieron las sencillas pero intensas palabras de la joven Sonia Mena, hija y hermana de las víctimas, en especial cuando afirmó que con toda seguridad las autoridades emitirían justificaciones y supuestas condolencias, que son a fin de cuentas pretextos frente a lo que en la realidad constituye una pérdida irreparable para toda su familia, que está rota de manera irremediable.
Bien haría en verdad el presidente Peña Nieto, sobre todo ya a finales de su sexenio, en ir a fondo en las investigaciones y no proteger a ningún funcionario, sea cual sea su nivel, pues está de por medio su credibilidad, buen juicio y prestigio ante la sociedad. Una actitud firme, justa y decidida devolvería, al menos en alguna medida, la aceptación de muchos ciudadanos que han perdido su confianza en las instituciones a causa de experiencias similares. Porque no son pocos quienes consideran que ha habido complicidad y ocultamiento en lugar de sanciones y castigos merecidos respecto a servidores públicos incumplidos e irresponsables, ya no digamos corruptos.
De paso, debemos ir corrigiendo la tendencia histórica de tratar de hacer un lado los errores y corruptelas. Se diría que muchos le apuestan al olvido en lugar de enfrentar los problemas, asumir responsabilidades y enmendar las faltas. Parece que no hay la costumbre ni el deseo de afrontar los hechos y resolverlos con apego a derecho; encontrar el origen de los errores para evitar repetirlos.
También quisiéramos que la lección sirva para vigilar mejor los procesos de licitación pública de las miles de obras que se ejecutan a lo largo y ancho de la república, de tal suerte que no se reproduzcan situaciones tan dolorosas como las que presenciamos en este caso sobre todo porque son evitables.
Qué decir de la obligación ineludible de brindar atención social, económica y psicológica a los deudos. Sabemos que son solamente paliativos, dada la insuperable magnitud del drama que vive esa familia, pues no hay atención ni indemnización que nos traiga de vuelta a los seres perdidos en una tragedia tan absurda. Pero lo menos que se podría esperar de las autoridades es que traten con respeto y consideración a las víctimas de estos atroces actos de negligencia.
Por todo esto, debemos dar seguimiento al asunto y no aceptar peritajes técnicos que con frialdad traten de disculpar a los que evidentemente han cometido tan graves errores y fallas, de manera directa o indirecta.
El gobierno federal tiene, pues, la posibilidad de conducirse con justicia, imparcialidad y compromiso social. Es su oportunidad de recuperar algo del mucho prestigio perdido. Pero debe hacerlo ya. ¡Aquí y ahora!