Es un truismo que la crisis de 2008 se centró en los excesos ocurridos en el sistema financiero. Tales excesos se gestaron, en buena medida, en la política de tasas de interés de la Reserva Federal estadunidense en un tiempo en el que se creía que la economía se mantendría estable, que los riesgos en los mercados financieros podían anticiparse y que predominaban entre los agentes las llamadas expectativas racionales.
Además, la regulación del sistema financiero se relajó en 1999 durante la presidencia de Bill Clinton. Se derogó la ley Glass-Steagall de 1933, que pretendió salvaguardar el uso de los activos de los bancos, separando las operaciones comerciales de las inversiones especulativas.
Esa ley fue la reacción frente a la ruina provocada por la gran crisis de 1929 cuando quebraron casi 5 mil bancos. Según la ortodoxia económica, en la década de 1990 ya no podía ocurrir otra vez. En 2007 esto probó ser falso.
Entre 2002 y 2004 la política monetaria en Estados Unidos mantuvo relativamente bajas las tasas de interés para alentar la expansión de la economía. Al mismo tiempo, el dólar se sostenía como la moneda preferida en los mercados globales y se aplacaban las presiones sobre la inflación y el déficit fiscal.
Con las tasas bajas se incrementaron los préstamos bancarios, especialmente en el sector de la construcción residencial, un mercado muy proclive a la especulación. Las familias acrecentaron su deuda hipotecaria en una escalada que parecía no tener fin, pues se creía que el precio al alza de las casas era, finalmente, la condición que prevenía la caída del mercado.
Cuando la Reserva Federal empezó a elevar las tasas de los fondos federales para frenar la exuberancia irracional, los deudores perdieron la capacidad de pagar las hipotecas, la construcción de viviendas se detuvo. Al mismo tiempo se acrecentó la innovación de los instrumentos de deuda, se abrieron las puertas a una mayor especulación que abarcó buena parte del planeta. Hay que recordar el impacto que esto tuvo en países enteros, como fueron los casos de Islandia, Irlanda o Grecia. La historia de la crisis es bien conocida.
En plena crisis, la Reserva Federal redujo de manera radical las tasas de interés hasta prácticamente un nivel de cero como una medida para impulsar la recuperación de la economía. Esto se acompañó de una expresa política de creación de dinero mediante la compra de los activos depreciados de los bancos. Con ello se infló hasta niveles desconocidos la deuda del banco central, un asunto que está pendiente de resolución. El fenómeno se extendió después a la Unión Europea.
Este es el marco en el que se gestó una nueva fase de regulación del sistema financiero con la Ley Dodd-Frank de Reforma de Wall Street y Protección del Consumidor, que entró en vigor en julio de 2010.
La trampa de las bajas tasas persiste desde fines de 2008, aunque desde fines de 2016 empezaron a subir hasta 1.25 por ciento. La verdad es que los banqueros centrales que adquirieron una desmedida preminencia en la política pública de la mayoría de los países como gestores de la crisis no aciertan a salir de la trampa de las tasas bajas.
Hoy, el gobierno de Donald Trump tiene en la mira un nuevo proceso de desregulación del sistema financiero. Para esto, los grandes bancos de Wall Street se han posicionado muy bien. Steven Mnuchin, actual secretario del Tesoro, y Gary Cohn, el director del Consejo Nacional Económico, provienen de la cúpula de los ejecutivos del poderoso banco Goldman Sachs.
La Reserva Federal se opone a esa desregulación, pues sabe bien que el ambiente de bajas tasas de interés no puede superarse, es decir, que lo que llaman normalización de la política monetaria no está en condiciones de darse. Y esto conlleva a que los precios de los activos, como son la acciones de las empresas y los mismos bonos de la deuda gubernamental, además de los bienes raíces, otra vez estén sobrevaluados.
Hay pues factores de distorsión en la asignación de los recursos que no alientan suficientemente la producción y el empleo y, en cambio, si fomentan la especulación y la concentración del capital. Además de que inciden negativamente en la distribución de la riqueza.
El conflicto en el ámbito de la producción, el nivel de los precios, las tasas de interés y los patrones del consumo y la inversión persiste. El endeudamiento privado y público sigue creciendo y se calcula que representa tres veces más que el nivel de la producción mundial.
El aumento del consumo sostenido por la deuda y en el marco de la distribución desigual de los recursos significa que se gasta hoy del dinero que se recibirá mañana, lo que provoca un desequilibrio en el tiempo. Así que mañana habrá que consumir menos o seguir endeudándose. Estas son condiciones para una nueva crisis.
Ese es el marco del debate sobre la regulación. Ese es también el escenario en el que siguen actuando los bancos centrales que no pueden reconfigurar las condiciones de la estabilidad y la expansión de las economías. Cualquier afirmación en contra es ilusoria o de plano una falsedad.
Tomado de La Jornada