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Fracturas múltiples en Cataluña y en España.

A estas alturas, cuando empieza a amanecer, no sé qué va a pasar en Cataluña, pero me lo imagino. Con todo, no vale la pena elucubrar sobre si ganarán blancas o se impondrán las negras. Lo que ahora tengo por seguro es que, finalmente, la fractura entre España y Cataluña y la fractura entre dos visiones de España son dramáticamente evidentes.

Qué pasará hoy es la incógnita y la preocupación con la que muchos nos hemos levantado. La semana ha sido difícil, pero, aunque llena de trampas cuando la empezamos en la mañana del lunes, ha terminado razonablemente bien: sin nada irreparable que lamentar. Ojalá el día de hoy, el de la gran cita, termine igual: sin que tengamos que lamentar ninguna desgracia indeseable.

Sin embargo, la vía de agua que se ha abierto entre Cataluña y el resto de España es de grandes proporciones y amenaza con ir a más. En Cataluña los que desean la independencia y también muchos que no la quieren han podido ver de cerca en estos días pasados ​​el rostro de la España más odiosa. No la que transmiten los políticos nacionalistas españoles, no la de los medios de comunicación de Madrid y alrededores, no; la de la gente común, la de la gente de la calle representada esperpénticamente por aquellos que han vitoreado la salida de policías y guardias civiles hacia Cataluña con aquello del "a por ellos, oe, oe, oe". Estos fanáticos de una españolidad irredenta reconocen por defecto que Cataluña es una nación, y la identifican como nación enemiga sin hacer ninguna distinción entre sus habitantes. Ni siquiera salvan a los que, deberían recordarlo, también en aquella tierra se sienten españoles con más o menos entusiasmo. No, "a por ellos, oe, oe, oe", a por todos; a por los catalanes, por ser ciudadanos de Cataluña. Qué querrían hacerles, exactamente?

En el resto de España la situación es bien distinta, pero no menos grave. Para muchos, esa España que nos ha amargado a varias generaciones de demócratas republicanos y antifranquistas ha reaparecido muy viva. Nunca dejó de estarlo, pero quisimos creer que la habíamos dejado atrás aún con las señales indiscutibles que algunos no aceptaban reconocer. No hablo de lo que puede representar Rafael Hernando, Mayor Oreja o García Albiol, que estos son la extrema derecha tan bien integrada en el Partido Popular. Hablo de toda esa gente que ha colgado banderas en los balcones con la intención de remarcar, también, el nosotros contra ellos; hablo de los que se manifestaron en Madrid cantando el Cara al sol y con el brazo bien extendido para que no quepan dudas de que están con lo del "antes roja que rota".

Paralelamente, la España heredera de la tradición republicana y antifranquista no sabe qué hacer. La gente, la ciudadanía que entiende con mayor o menor entusiasmo que, efectivamente, vivimos en una realidad plurinacional que no podemos obviar como no podemos tapar el sol con el dedo, tiene muchas dificultades para encontrar una posición efectiva que ayude a salir del callejón en el que estamos.

Anoche, en un debate televisivo en el que estaban presentes dirigentes de todos los partidos del Parlament de Catalunya, la sensación fue doble. Agria y ligeramente azucarada a la vez: agria porqué Carles Riera, en nombre de la CUP, declaró que después de lo que pase hoy no hay nada que dialogar, mientras que Xavier García Albiol negó que se pueda negociar nada con la pareja Puidemont-Junqueras. Un poco más de optimismo encontré en las intervenciones de Toni Comín (JXSí), Joan Coscubiela (CSQEP), Miquel Iceta (PSC-PSOE) e, incluso, Inés Arrimadas (C 's). Más valdrá que los Riera y los Albiol quedan al margen de lo que debe comenzar esta misma noche.

Entiendo que pase lo que pase hoy, no habrá más remedio que razonar, hablar, ceder y pactar. Ni el Estado podrá someter y erradicar el soberanismo en Cataluña, ni los independentistas podrán obtener una victoria definitiva sobre los unionistas. Estamos sometidos, como afirmaba Edward Said, a las desconcertantes interdependencias de nuestra época, y ahora más que nunca nada es blanco o es negro. Por razones que son conocidas, nos hemos visto arrastrados por una secuencia de hechos que nos han conducido a la situación en la que estamos, y sólo podremos superarla con la palabra, con una cierta dosis de generosidad y con una firme disposición a entender al otro.

El problema político que es la obsolescencia del Estado de las autonomías parido por las élites partidarias en 1978 es un hecho indiscutible si lo miramos -al menos- desde Cataluña. Una mayoría aplastante de los ciudadanos de aquella nación ha dejado de sentirse adscrita al pacto constitucional, y reclama revisarlo. Incluso, una buena parte de ellos ya no están en esta posición y desean, simplemente, marchar; constituir un nuevo Estado con formato de República.

Las voces más agrias e hirientes de este contingente de ciudadanos que apuestan por esta salida, quienes hacen ver que hay un nosotros irreconciliable con ellos, son los que más audiencia consiguen entre los sectores más opuestos a cualquier cosa con los catalanes que no sea que se les imponga la españolidad al precio que resulte necesario. Paralelamente, la España más odiosa, la que desprecia cuanto ignora, la que se esfuerza en hacer patente que la cosa está -también- entre nosotros y ellos, entre los buenos españoles y los malditos catalanes, es la que se escucha con más fuerza, a todo volumen en Cataluña.

Son las graves fracturas que padecemos, y será necesario que quienes tienen la responsabilidad de gobernarnos sean conscientes de que tienen la obligación, el deber de encontrar una salida digna y explicable para un conflicto del que, más adelante, habrá que pedir responsabilidades a quienes han hecho lo posible para agudizarlo en la persecución de sus intereses más innobles.

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