Diego Martín Velázquez Caballero
El sismo múltiple que ocurrió en septiembre del presente año; sin duda, es preámbulo de un cambio mayor en el futuro del país. En 1985, una de las consecuencias inmediatas fue la aceleración del modelo neoliberal que, bajo el disfraz de la modernización, impulso el desmantelamiento del Estado Mexicano. El impacto de la tragedia profundizó el desarrollo de un modelo económico que sólo benefició a la oligarquía mexicana.
La afectación –afortunadamente- no es tan grave como en aquella época; sin embargo, el daño material en el sur de México permite columbrar que la destrucción del patrimonio histórico está dando paso a una fisonomía capitalista de reconstrucción tal y como ocurrió con el Plan Marshall en la Europa de la Segunda Guerra Mundial. El daño material es utilizado como excusa para impulsar las unidades económicas neoliberales.
¿Qué tan grave es esta situación? El efecto del terremoto, más allá del perjuicio y la tragedia humana, es abrir el espacio para modernizar y asentar las reformas estructurales del presente sexenio. El cataclismo no pudo venir en mejor momento para desplazar a la población, eliminar las estructuras productivas tradicionales y cambiar el paisaje.
El neoliberalismo salinista, primero que nada, provocó la emigración de millones de mexicanos que, desde Estados Unidos, dejaron el campo libre para el desarrollo de la nueva burguesía mexicana que alcanzaría influencia mundial. ¿Qué elemento existe ahora para detener una estrategia semejante en el sur del país? Ninguna. La naturaleza misma concedió Carta Blanca para modernizar aceleradamente esta región del país que, proverbialmente, había sido reacia a las modificaciones materialistas.
Las generaciones millenials tomaron el control de la tragedia y removieron los últimos vestigios del México mágico, viejo, rural, católico y provincial. Si los jóvenes con relojes digitales fueron el boom de aquella época finisecular, ahora fueron los adolescentes con teléfonos inteligentes quienes se volvieron el parámetro de las conductas.
La entropía provocó que el Sur lo perdiera casi todo; nada se puede hacer contra el tiempo. Es la evolución. Aunque esta sea una ruta directa hacia el naufragio.
El terremoto ha barrido con las pilastras de la tradición mexicana. En los próximos años, como en los sexenios del neoliberalismo, habrá emigraciones multitudinarias hacia el Norte que desarrollarán el Spanglish anhelado por Aurelio Nuño y detonarán el “Hispanic Challenge” que tanto irrita a los WASP como Donald Trump.
Si las réplicas continúan y la marcha de las cosas sigue concediendo verdad a los neoliberales; entonces, en nombre de la seguridad social y el negocio, habrá que derribar catedrales, pirámides, y campiñas; no sólo casas de adobe y capillas. En nombre del neoextractivismo económico y el dinamismo que la recuperación requiere, ni siquiera se ha concedido el tiempo para un duelo digno. La tradición, el recuerdo, la nostalgia y la naturaleza, se convierten en un estorbo perturbador del progreso.
Hay un México que se derrumbó en septiembre, es irrecuperable y se fue para siempre. Es la oportunidad del avance, se dice con la pasión sedienta de dólares. Incluso la derecha conservadora y ultracatólica cede a la modernidad neoextractivista.
Sin embargo, el hecho implica que el final objetivo –el cataclismo verdadero- cada vez está más cerca como lo apunta la ciencia ficción apocalíptica en los mass media. Y no pinta en el horizonte una bandera de contención posible. El frenesí trepidante de la economía es avasallador, se impone su mal gusto y cinismo por todas partes.
¿Cuál es la revolución silenciosa que esta adversidad natural traerá consigo? Imposible de saber. Un aspecto positivo, no obstante, merece ser el aprecio por aquello que está a punto de marcharse definitivamente. No se puede pedir al tiempo que vuelva, sólo se vale dejar testimonio de las buenas épocas aunque no sirva de nada.