El llamado problema territorial es muy viejo en España. Demasiado tiempo arrastrándolo y sin atisbo de luz al final del túnel. Dentro de un conducto así transcurrió la centuria anterior hasta 1978, un momento en el que los constituyentes parieron aquello del Estado de las autonomías. No obstante, el que ese nuevo Estado fuera concebido como un café para todos, para los que querían dos tazas y para los que en su vida se habían planteado la necesidad de tomarse un sorbo, alumbró un texto que se ha ido desgastando poco a poco. Han pasado cuarenta años, y aquel acuerdo está caducado para una buena parte de los ciudadanos del Estado español, mientras que para otra buena parte, más amplia seguramente, aquella descentralización casi federalizante continua siendo más que suficiente. El asunto pivota sobre una concepción tan anacrónica como sencilla de entender: a una nación [española] le corresponde un Estado [español]. Por lo tanto, con esa misma lógica, quienes se sienten ciudadanos de una nación sin Estado se encuentran a disgusto y quieren alcanzarlo. Por ejemplo, los independentistas catalanes.
Entiendo pese a todo que, todavía hoy, una parte de los que apuestan por la secesión de Cataluña estarían dispuestos a quedarse como ciudadanos de un Estado plurinacional inserto en el marco solvente y pragmático de la Unión Europea. Pero esa posibilidad está muy lejos de ser probable, aun cuando pudiera urdirse una reforma constitucional de cierta envergadura que –conviene no olvidarlo- una parte de la ciudadanía de la España central y meridional considera completamente innecesaria.
Hace más de dos años, con motivo de la presentación del libro Historia de las Españas, editado por Joan Romero y Antoni Furió, [un texto que los principales responsables políticos debieran leer por prescripción médica], me hacía eco de las páginas escritas, entre otros, por Josep Fontana y Pedro Ruiz Torres. Fontana, en la Introducción del volumen, afirma que la intolerancia ha sido un signo característico de la historia de España; mientras que para Ruiz Torres el desarrollo del sistema autonómico de las últimas décadas y las políticas antisociales de respuesta a la crisis de estos últimos años [con Rajoy en La Moncloa] no han hecho sino agudizar las dificultades para avanzar en la resolución del desencuentro creciente entre el gobierno de Cataluña y el del Estado. Como podemos comprobar a diario, dosis tóxicas de intolerancia nos siguen acompañando.
Pedro Ruiz Torres disecciona en su capítulo del libro el debate parlamentario de 1932 entre José Ortega y Gasset y Manuel Azaña, a propósito del Estatuto catalán. En aquella extraordinaria controversia se evidenció, una vez más, que había dos formas radicalmente distintas de concebir tanto a España como a su historia. La tesis de Ortega era contundente: rechazaba cualquier reivindicación de soberanía por parte catalana, en tanto que aceptarla significaría de forma inmediata una catástrofe nacional. Además, añadía, la soberanía emana del pueblo, pero no del pueblo de Cataluña sino del español, por lo que solo éste tiene derecho a decidir si rompe o no la convivencia. La de Azaña estaba en las antípodas. El presidente del gobierno entendía que la petición catalana de autonomía era legítima, fundamentalmente porqué los promotores habían cumplido con todos los trámites constitucionales y porque consideraba que la pretensión de los catalanes de vivir de otra forma dentro del Estado podía conjugarse con los intereses de España en el seno de la República.
Resulta desolador constatar que, pasados los años, amortizado el título octavo y algunas partes más de la Constitución, ahora la cosa es –todavía- más complicada que en 1932. Lo es porque en la situación de Cataluña [y en cierta medida en España] el eje izquierda-derecha que vertebraba la política del Principado ha sido substituido por el eje nacionalistas-no nacionalistas. Así se teoriza desde el secesionismo, y en consecuencia se explica que la política social –el terreno en el que quiere seguir moviéndose la izquierda más clásica, y también la más reciente, como son los Comunes- haya pasado a ser una materia postergada entre las organizaciones independentistas. Pudiera estar ocurriendo algo parecido en España, un territorio en el que la unidad nacional proclamada sacrosanta por el PP de Rajoy esté arrastrando al PSOE a dejar de lado los graves problemas sociales que padece el país; asuntos estos que ahora han desaparecido del debate político porque todo él se centra en la llamada cuestión catalana.
La vida da estas sorpresas, pero sorprenda más o sorprenda menos el escenario es éste: unos nacionalistas [españoles] que identifican nación y Estado no admiten más naciones en la suya, mientras que otros nacionalistas [catalanes] que no tienen Estado quieren crear uno que sea exclusivamente suyo. Que eso esté ocurriendo en la Europa que debiera ser de las regiones, es un drama. Que no se esté trabajando con eficacia por fortalecer la Unión Europea que puede ser simplemente destrozada por la nueva correlación de fuerzas políticas y económicas del mundo [el de Trump, Putin y los camaradas chinos], que nos mantengamos en la lógica de los Estados-nación de manera obsesiva, es una calamidad que puede llevarnos a la tragedia.
Sin embargo, aquí parece que seguimos sin quitarnos la pasta de los dedos y es muy vigente el debate entre Ortega y Azaña ochenta y cinco años después. El filósofo dijo 1932 que como el problema catalán no tenía solución, sólo podíamos aspirar a convivir con él. Azaña, por su cuenta, había dicho unos años antes lo siguiente de Ortega: "Una cosa es pensar; otra, tener ocurrencias. Ortega enhebra ocurrencias".
¿Alguien está pensando en estos momentos en solucionar "el problema", o perseveramos en el terreno de las ocurrencias?