La Casa Real española hace años que va de mal en peor. Tras la bala de plata que fue la abdicación de Juan Carlos I, dos escándalos monumentales han deteriorado aún más la imagen de la familia Borbón y, a su vez, la de la propia institución monárquica. Tanto el ingreso en prisión de Iñaki Urdangarín como que su mujer, Cristina, haya bailado en la cuerda floja judicial durante meses, han sido fatales para un organismo que está obligado a gozar del favor de una ciudadanía a la que nadie ha preguntado en qué medida la apoya.
La que faltaba ha venido de la mano de una ex pareja sentimental del actual Rey emérito, la señora Corina zu Sayn-Wittgenstein, de la que hemos conocido unas conversaciones poco edificantes -no desmentidas por ella- con un personaje más que turbio, también en prisión, como es el comisario Villarejo. En esas grabaciones, la señora sostiene que el padre del rey actual ha mantenido y mantiene cuentas bancarias en Suiza, ocultas a la Hacienda española. Son -explica- un dinero procedente de las comisiones cobradas por haber participado en la consecución de contratos para el Estado en el extranjero, buena parte de ellos en Arabia Saudí, ese reino ignominioso gobernado con mano de hierro por sátrapas medievales que deberían ser juzgados por el Tribunal Internacional de La Haya.
Además, la señora Sayn-Wittgenstein afirmó tres cosas más referidas al rey emérito: que ha utilizado varios testaferros -entre otros ella misma- para sus negocios inconfesables; que él mismo recaudaba fondos para el Instituto Noos, el que representaba su yerno, hoy en prisión; y, finalmente, una idea tan ilustrativa como sorprendente sobre Juan Carlos: que no sabe distinguir entre lo que es legal y lo qué es ilegal.
Sorprendente? Quizás no tanto. Durante más de veinte años la monarquía juancarlista disfrutó de una especie de bula total por parte de la ciudadanía. Después de aquel 23F de 1981, noche en la que muchos republicanos de pura cepa decidieron que el heredero de Franco se había ganado el puesto de trabajo y era el momento de aceptarlo, el Campechano vivió dos décadas gloriosas. Todo se le perdonó por buena parte de una opinión pública anestesiada por una alianza de los grandes poderes del país, que escondieron o edulcoraron las fechorías reales, desde las amistades peligrosas, a los negocios non sanctus, pasando por los numerosos y conocidos asuntos de faldas .
Hace tiempo que cambió la suerte del monarca, concretamente desde 2011, y desde entonces hasta 2014 vivió un descenso a los infiernos que fue erosionando tanto su figura como la de la institución que representa. Tras la inculpación del yerno y de su hija Cristina, y el lamentable espectáculo de la cacería de elefantes en Botsuana, Juan Carlos I abdicó en su hijo Felipe en junio de 2014.
El ya no tan joven rey perdió crédito con una inesperada rapidez. Estableció una especie de cortafuegos con la hermana y el cuñado, pero también apareció vinculado por razones de amistad íntima con empresarios que están en el punto de mira de la Justicia. Además, recibió críticas muy duras por su respuesta al problema catalán, cuando salió en televisión oficiando de cualquier cosa menos de conciliador con el independentismo. Después de esto, asuntos como su inacción ante el mantenimiento del Ducado de Franco, hecho por el gobierno de Rajoy en sus momentos finales, han dejado negro sobre blanco donde se ubica Felipe de Borbón, cuáles son sus amigos y cuáles sus prioridades.
De un tiempo a esta parte, desde la dura crisis de 2007, tras el 15M precisamente del 2011, después de la rotura del bipartidismo, y sobre todo ante el nuevo clima político que ha provocado la pandemia de corrupción y las condenas judiciales que se llevaron por delante al propio Presidente del Gobierno y a su partido hace unas semanas, la monarquía española está jugando con fuego.
Cualquiera con un mínimo de interés por lo público, todo el mundo con una opinión política fundamentada -no necesariamente partidista-, está en disposición de reconocer que la transmisión hereditaria de la más alta magistratura del Estado es un anacronismo impropio de una sociedad democráticamente madura del siglo XXI.
Países como los nórdicos u otros como Holanda o Bélgica, incluso la siempre invocada Gran Bretaña, son excepciones que en ningún caso justifican ni legitiman la monarquía española. Aquellas disfrutan de trayectorias históricas muy distintas de la que presenta la ibérica, al menos en cuanto a su legitimidad. De hecho, hace mucho tiempo que el CIS no pregunta por la salud sociológica de ésta, por el apoyo de los españoles, pero es una evidencia que los monárquicos son cada vez menos y más viejos.
El republicanismo es ya un hecho hegemónico en Cataluña, y no digamos en el País Vasco. En otros territorios de la España más dinámica, especialmente la juventud difícilmente puede engancharse a una idea que le resulta sencillamente absurda. Ellos han crecido en democracia, de calidad mejorable pero democracia, así que lo de que el Jefe del Estado lo sea por herencia, sin elección popular, les resulta incomprensible.
La III República Española es, hoy por hoy, un sueño -casi una utopía sentimental- para un número importante de ciudadanos. No es imaginable que, a corto plazo, el debate sobre mantener o no la monarquía entre en la agenda política como un objetivo prioritario de una mayoría significativa de la población. Sin embargo, esto no quiere decir que esta misma gente y otra que nunca ha cuestionado la institución estén dispuestas a tragar que el Jefe del Estado y su Real Familia estén envueltos en fraudes a Hacienda o en negocios ilegales, que a cualquier otro mortal le supondrían años de prisión. Muchas cosas deberán cambiar dentro La Zarzuela si quieren mantener un grado aceptable de apoyo popular.
De momento, Podemos, Compromís, Izquierda Unida, PDCat y Bildu han pedido que intervengan el Parlamento, la Justicia y el Ministerio de Hacienda. PSOE, PP, otros poderes del Estado y los grandes medios de comunicación están haciendo como el que oye llover, pero no será posible que se mantengan en esa posición por mucho tiempo. Tampoco la monarquía podrá seguir tambaleándose indefinidamente.