Diario de un reportero
Dentro de poco todos nos daremos cuenta de México es un país rico con un pueblo pobre. Más de la mitad de los mexicanos no tiene con qué desde hace tiempo. Mucha de esa pobreza es resultado de la cultura política que alentaba el voto de la esperanza sobre el sufragio de la experiencia, porque la gente creía lo que le ofrecían.
Ya no. Como hace dieciocho años, la gente votó contra un sistema y a favor de una idea que ofrece la posibilidad de vivir en una mejor nación: menos dividida, más solidaria, dispuesta a poner en práctica principios que se habían perdido entre las palabras de los discursos de candidatos aquí y allá.
No es fácil. El Demian de Herman Hessse advirtió a Sinclair que quien quiera nacer tiene que destruir un mundo, y parece que los mexicanos tenemos ante nosotros esa tarea.
No hace mucho, una tarde sin sueño, leí el discurso de Barack Obama en Sudáfrica, en la celebración del centenario de Nelson Mandela, un hombre de otro tiempo que luchó por evitar el odio y la opresión, que son dos formas de lo mismo.
Lo que necesitamos en este momento no es un líder ni es una sola inspiración. Lo que necesitamos con urgencia es ese espíritu colectivo, declaró Obama. No recuerdo lo que dijo antes ni lo que dijo después, pero aquí está el vínculo para quienes tengan la curiosidad de saber: http://time.com/5341180/barack-obama-south-africa-speech-transcript/.
Pero es claro que los mexicanos necesitamos – siempre hemos necesitado – un espíritu colectivo más que un mesías o el aparato de un partido para encontrar lo que andamos buscando y saber si lo merecemos.
Cada vez que visito
Cada vez que visito a Froylán Flores Cancela, su insaciable curiosidad de reportero me pregunta cómo veo a México desde lejos (en el tiempo y en la distancia), y casi cada vez le contesto lo mismo: somos noticia cuando hay violencia, o gracias a la maldad armada o la malicia administrativa, o porque alguien ganó algo en alguna competencia.
Lo cual nos trae al escándalo político más reciente: el nombramiento del Fiscal Anticorrupción, manchado por la duda y el agravio, y condenado por todos menos por la minoría de diputados que nombró pero no eligió al nuevo funcionario porque no le daban los números. Y se pasaron la ley por el arco del triunfo.
Ellos son los panistas Mariana Dunyaska García, Judith Pineda Andrade, Marco Antonio Núñez López, Sergio Hernández, María Josefina Gamboa Torales, Tito Delfín Cano, Gregorio Murillo Uscanga, Juan Manuel de Unanue, Basilio Picazo, Víctor de la Fuente, Teresita Zuccolotto Feito, Hugo González Saavedra y Arturo Esquitín Ortiz.
Y Luis Daniel Olmos Barradas, José Manuel Sánchez Martínez, Sebastián Reyes Arellano, José Luis Enríquez, Rodrigo García Escalante y María Elisa Manterola Sainz. Pero también votaron a favor del engendro los perredistas Jazmín Copete Zapot, Nicolás de la Cruz, María Adela Escamilla, el diputado del PANAL Vicente Benítez González y los independientes Miriam González Sheridan, Eva Cadena más los priístas Janet García y Emiliano López. Veintisiete. Menos de lo que marca la ley.
¿Qué ventaja representa nombrar a un nuevo funcionario a semanas de que termine la LXVI Legislatura de Veracruz? ¿Qué se gana con eso? ¿Habrán pensado que nadie se daría cuenta de que estaban haciendo trampa en asuntos muy delicados? ¿Qué pasaría si alguien les pidiera – por separado, para no dar malas ideas – que explicaran su voto en favor de Marcos Even Torres Zamudio?
Ya sabemos quién votó a favor de ese engendro legislativo. Ahora quienes lo nombraron tienen la obligación legal y política de justificar lo que hicieron, y de paso qué piensan de las protestas por la forma (que es el fondo) en que lo hicieron. Pronto – aunque por suerte no todos – tendrán la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
A fin de cuentas, no contribuyeron al cambio porque no hubo cambio. Terminaron haciendo lo que su candidato censuraba del gobierno de Javier Duarte no hace ni mil días. Lástima.
El tranvía
Uno se sube al tranvía. Es una vaina grande, cómoda, con aire fresco cuando hace calor y un halo tibio cuando hace frío. Cruza la ciudad en varias direcciones y no es caro. Hay cada vez menos vehículos en el centro de la ciudad desde entonces, aunque todavía hay taxis.
Mucha gente camina o pasea en este espacio que durante décadas estuvo marcado por los congestionamientos y la contaminación de humos de carro, de olores de fritanga, de ruidos mayores y menores y de anuncios agresivos. Pero todo eso se acabó.
Quienes tienen carro lo dejan en algún estacionamiento de la periferia, gratis y junto a una parada del tranvía. Las paradas de los parques se han convertido en foros donde toca y canta y baila y actúa quien quiera, aunque no siempre pueda, y hay espacios verdes en casi todas las demás.
Muchos se opusieron a la idea de diseñar un servicio de tranvía que cruzara la ciudad del centro hacia todas partes, y de hacer que el centro fuera reino de los de a pie. La oposición no sirvió de mucho.
Los concesionarios de autobuses de lo que hasta entonces se llamó servicio de transporte urbano fueron los primeros en convencerse y ofrecieron participar en el proyecto. No tardaron en descubrir las bondades del transporte colectivo eficiente, y de ahí en adelante todo marchó sobre ruedas.
El sistema de tranvías se ha convertido en una atracción turística en una ciudad que tenía mucho que ofrecer pero no encontraba cómo llevar a los visitantes a donde tenían que ir. Ahora los visitantes se suben al tranvía y viajan por el simple gusto de ir a algún lugar sin que nadie los moleste. Nadie recuerda el nombre de quien propuso la idea original. Dentro de un siglo será una leyenda.