No nos engañemos, la confrontación política en España ha llegado a un punto que no será fácil revertir. PP y Ciudadanos no quieren digerir la moción de censura que jubiló a Rajoy, y se han juramentado para hacer caer el gobierno de Pedro Sánchez al precio que sea. Hay quien cree que el clima de tensión amainará tras celebrarse elecciones, pero otros tememos que esto sólo será así si el PP y Ciudadanos consiguen recuperar La Moncloa.
Si las urnas dieran otro resultado, si no ganan ellos, ya sabemos lo que nos esperará, como en 2004 y como en 2017: persecución implacable contra el nuevo Ejecutivo mañana, tarde y noche, y exigencia de nuevas elecciones. La derecha española es así. Todo lo que no sea que ellos estén en el poder les resulta inaceptable, antinatural, y se sienten legitimados para hacer lo que más les convenga para revertir esa anomalía.
Los últimos días estamos asistiendo a unas demostraciones de hipocresía y de cinismo que sonrojan a todos los que estamos atentos a lo público, excepto, claro, a los sinvergüenzas y a los cínicos. También estamos recibiendo dosis elevadas de crueldad, a veces acompañada de un implícito deseo de venganza.
Si la hipocresía es un grave defecto que sufren aquellos que fingen sentimientos positivos contrarios a los que realmente experimentan, coincidiremos en que -más allá de la crítica o la censura que nos provoquen- el cerco los ministros Dolores Delgado y Pedro Duque es brutal. Sin embargo, lo que más sorprende no es la dureza de las descalificaciones, a gritos, de manera chulesca y grosera; lo más llamativo es cómo son de indulgentes con los suyos y de inquisidores con sus contrarios: al PP y Ciudadanos les parecen de maravilla las SICAV, las amnistías fiscales a evasores de capital y, de propina, no quieren investigar los negocios más que turbios del Rey Emérito. El PP, como partido ha sido condenado por la Audiencia Nacional, mediante una sentencia que dice que el grupo empresarial de F. Correa y el PP tejieron "un auténtico y eficaz sistema de corrupción institucional" a través de la "manipulación de la contratación pública central, autonómica y local". Además, por dar otra pincelada: en abril pasado, el PP apoyó el senador Pedro Agramunt, acusado y expulsado por corrupción del Consejo de Europa, y habló de una caza de brujas de la que era víctima [sic]. En cuanto a reuniones con el comisario Villarejo, silencio sobre el almuerzo que mantuvo con el mismo Pablo Casado. Y si hablamos de grabaciones, qué decir de aquellas en las que el ministro del interior Fernández Díaz conspiraba, en 2014, con el jefe de la Oficina Antifraude catalana para fabricar escándalos contra ERC y CDC.
El cinismo también ha llegado a resultar asfixiante últimamente. El PP pide que los que exigieron responsabilidades a Casado por su máster en la URJC se flagelen en la plaza pública, como muestra de penitencia. Y eso que, en una resolución que deja de lado todos los argumentos de la juez que no pudo procesarlo -por ser aforado-, el Supremo rechaza investigar a Casado por su máster aunque ve indicios de "trato de favor". Ni una palabra sale de boca de los popularistas a propósito de los plagios de páginas enteras en artículos publicados por Casado, los cursos en Harvard/Aravaca o de afirmaciones del dirigente como aquella en la que dijo que el PP valenciano "es el partido que más ha hecho por esa tierra y que ha dejado un legado impecable al servicio de todos los valencianos" [sic]. Hay que tener una capacidad poco común para el cinismo para actuar así, ya que no debe ser fácil fingir unas ideas o unos sentimientos contrarios a los que dicta la lógica más elemental.
Albert Rivera, quien también ha repeinado su currículum académico, más modesto ahora del que lucía hace unos meses, compite con Casado en ver quien los dos es el caballero preferido de la dama Constitución. Pero ambos coinciden en despojar a los diputados representantes del nacionalismo vasco y catalán de su capacidad de representación constitucional. Por esa vía se empeñan en deslegitimar la llegada de Pedro Sánchez a la presidencia mediante la moción de censura. Ya puede decir el artículo 113 de la Carta Magna lo que diga sobre la legalidad de esa posibilidad parlamentaria, para ellos Sánchez es un vulgar okupa de La Moncloa, un presidente ilegítimo, un incapaz que es rehén voluntario de los separatistas y los terroristas.
Están dispuestos a destruir lo que haga falta, personas e instituciones, si eso favorece sus intereses. Ya se lo dijo Cristóbal Montero a Ana Oramas cuando la canaria le reprochó que estaban hundiendo a España, en la fase final del gobierno de Zapatero: que se hunda, que ya la sacaremos nosotros, respondió el buen señor.
Y si hay que ser crueles, también saben. Algunos se deleitan con el sufrimiento de otros. Recordemos como se vanagloriaba Rajoy de no haber puesto un euro para sacar cadáveres de las cunetas en cumplimiento de la Ley de Memoria. No es necesario recordar a Rafael Hernando, que ha pedido disculpas, años después, por haber dicho que los familiares buscaban las fosas por dinero; ni hay que recordar el propio Casado, quien hablaba despectivamente de la guerra y de los que la habían perdido. Hace unos días, una diputada del PP en la Asamblea de Madrid todavía recordaba, entre risas propias y de sus compañeros de bancada, al "Caudillo que ganó la guerra hace 82 años" [sic]. Esta misma semana, El PP ha impedido en el Senado, con su mayoría absoluta, aprobar dos mociones que pretendían investigar el caso de los llamados trabajadores esclavos del franquismo y también los bombardeos alemanes de 1938 sobre El Maestrazgo, conocidos como el Gernika valenciano, que causaron decenas de víctimas civiles mientras los aviones Stuka-87 de la Legión Cóndor experimentaban con nuevas bombas. En el debate de las mociones, un senador del PP tuvo la hipocresía, el cinismo y la crueldad de responsabilizar al gobierno de la República de las muertes por no haberlos evacuado antes de que llegaran los aviones [sic].
Con todo, como diría aquel, esto es lo que hay. Así que habrá que tenerlo bien presente de cara a la confrontación electoral que, tarde o temprano, vendrá. Valdría la pena dejar de lado diferencias que, aunque pueden ser importantes entre las formaciones políticas de progreso, se convierten en cuestiones menores ante los objetivos -y las formas de conseguirlos- de esta derecha española por la que parece que no pasan los años.