Diario de un reportero
Un día me invitaron a hablar en una serie de seminarios y conferencias sobre cambio climático. Acepté. Fui a Argentina, a Bolivia, a Chile, a Uruguay, y me reuní con ministros y legisladores, y políticos y científicos y activistas y periodistas, y hablamos sobre el futuro del planeta. La cosa estaba del carajo y se iba a poner peor. Algunos no creían.
Eso fue hace nueve o diez años, y el mundo era otro. A la cancillería británica y a la junta de gobierno de la BBC les interesaba que América Latina participara en la discusión sobre el calentamiento global. Se preparaba la Cumbre de Copenhague sobre Cambio Climático, a la que creo que fueron todos, y creo que todos hablaron de lo que había que hacer antes de que viniera lo que va a venir.
Se iba a limitar la emisión de los gases que hacen que el planeta se caliente. Se iba a crear un fondo que financiara la recuperación de los países pobres afectados por extremos del clima.
Se iba a facilitar el intercambio de tecnologías para que todos pudieran adaptarse a lo que ya no tuviera remedio. Se iba a regular y a comercializar la producción de gases con principios de mercado. Miles de millones de dólares iban de aquí para allá, sin detenerse en ninguna parte. Era una vaina grande.
Todos – hasta yo, que iba a contribuír quién sabe cuánto al cambio climático en mis viajes – sabíamos que había que cambiar, consumir de otra manera, encontrar opciones limpias para ir y venir o hacer y deshacer, y llevar o traer, o tirar y conservar. Eso era. No hacer nada provocaría mil tragedias.
Vendrían tormentas más fuertes y más frecuentes, sequías más intensas y más largas, inundaciones más grandes, incendios más feroces alimentados por vientos más vivos. Renacerían enfermedades que se creían erradicadas y aparecerían nuevos males, se perderían vidas humanas y animales, y cosechas y acervos culturales y propiedades, cosas de esas.
Y habría que evacuar a los afectados, y darles refugio y cobijo y agua y alimento y medicina y luego escuela para los niños y atención para las mujeres – casi siempre entre las personas más afectadas por estas tragedias – alivio para los los débiles y compasión para los ancianos. O todo para todos.
En la Cumbre de Copenhague no se pusieron de acuerdo. No vale la pena ver qué dijo quién y cuánto dijo fulano y que ofreció mengano y que pronto olvidó zutano. No fue la primera vez ni sería la última. La responsabilidad de lo hecho y de lo por hacer era de otros.
Pasé los siguientes diez años dando conferencias sobre el tema en institutos tecnológicos y universidades, porque los ingenieros de hoy y de mañana pueden tener la solución al problema climático. Pero también compartí con públicos no especializados y hasta con algún senador lo que he podido aprender sobre la amenaza que viene y comprobé que puede más la desmemoria que el miedo.
Así llegamos a esta semana, que comenzó con la advertencia de que tenemos cuando mucho doce años para que el daño no sea más grave.
Lo que se perjudicó, como se dijo, no tiene ya remedio. El Panel Intergubernamental de la ONU para Cambio Climático tiene datos precisos y alarmantes (https://news.un.org/es/news/topic/climate-change): un cambio de medio grado en la temperatura de la atmósfera puede cambiar la vida tal y como la conocemos.
Sospecho que nadie hará nada. Otra vez habrá declaraciones, advertencias, compromisos que se olvidarán más temprano que tarde.
Frente a este futuro tan próximo y tal vez ya tan inevitable, la basura que llena las calles de Xalapa o la que bloquea las alcantarillas del Puerto de Veracruz – por usar ejemplos recientes – parecen poca cosa.
Pero igual ilustran la ineficiencia de las autoridades y la irresponsabilidad de los ciudadanos: tanto peca el que no puede organizar el servicio de limpia como el que tira la basura aunque sepa que no la van a recoger...
La lección es clara, ya sea en el cambio climático o en el desgarriate municipal. Y la responsabilidad es siempre de otros.