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Brasil, entre la catástrofe y el desastre o la contradictoria percepción de la realidad.

En la primera vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas ha vencido Jair Bolsonaro, un ex militar neofascista, racista, machista, xenófobo, homófobo y nostálgico de la guerra sucia y de las masivas violaciones de los derechos humanos practicada por las dictaduras de seguridad nacional del siglo pasado. La noticia ha conmocionado a los demócratas del mundo, y se ha levantado un clamor en favor de un frente democrático que cierre el paso al militar y se salve con ello la democracia brasileña. Sorprendentemente, ese grito no es tan unánime en Brasil y son muchos los demócratas acreditados que se niegan a formar parte de nada con el PT de Haddad y de Lula da Silva. Ni siquiera para frenar el ascenso de Bolsonaro.

A pesar de su histrionismo violento, más de 49 millones de brasileños le han dado su apoyo; 18 millones más que a Fernando Haddad, el candidato que sustituía al venerado por unos y odiado por otros Lula da Silva -encarcelado por corrupción- al frente de la candidatura del Partido de los Trabajadores. 30 de los 147 millones de electores convocados a las urnas optaron por la abstención aunque la participación electoral es obligatoria en el país, bajo pena de multa. El próximo día 28 esa inmensa masa electoral del gigantesco país sudamericano deberá acudir de nuevo a las urnas para hacer presidente a Bolsonaro, lo más probable; o a Haddad, algo que hoy por hoy se augura prácticamente imposible.

Efectivamente, parece que una mayoría de brasileños están decididos a situar en la más alta magistratura de la República a un hombre que se encuentra más cerca de Donald Trump o, todavía peor si cabe, del filipino Rodrigo Duterte, que de un mandatario occidental homologable.

En Europa se está viviendo la actual coyuntura brasileña con una mezcla de estupefacción, de incredulidad y, también, de miedo. Que América pueda tener en enero de 2019 a un hombre como Trump en la Casa Blanca y a otro como Jair Bolsonaro en el Palacio de Planalto pone, literalmente, los pelos de punta a medio mundo. Hace tiempo que los procesos electorales en Europa ofrecen resultados preocupantes, el Brexit británico, Orban en Hungría, Salvini en Italia, o el avance de la extrema derecha en Austria, en Alemania o en Suecia.

La coyuntura brasileña ha provocado paralelismos con la Alemania de 1933 o, desde posiciones más optimistas, con la Francia de 2002, cuando la ultraderecha de Le Pen fue derrotada en la segunda vuelta por Jacques Chirac, quien pasó del modesto 19.88 de los votos de la primera vuelta a recoger un magnífico 82.21 en la segunda, gracias a una respuesta de la Francia democrática unida frente al neofascismo del Frente Nacional de Jean Marie Le Pen. No parece probable que algo parecido vaya a ocurrir en Brasil dentro de un par de semanas.

¿Cómo es posible que Brasil se encuentre ante tamaño desafío a la democracia propiciado por tantos y tantos millones de brasileños?

Una primera aproximación analítica ofrece seis elementos a desarrollar para entender la situación: la corrupción, la violencia urbana, la situación económica, el descrédito de los políticos y los partidos tradicionales, la desconfianza creciente hacia las instituciones y el rechazo radical al binomio Lula/PT de una ingente cantidad de brasileños. Se trata de una especie de tormenta perfecta ante la cual la mitad de los electores probablemente decidirán apoyar a un candidato que promete soluciones sencillas, duras, rápidas y efectivas. Paralelamente, de la otra mitad de electores solo una parte apoyará a Haddad/PT con entusiasmo; otros lo harán como mal menor y un tercer grupo -que se declara neutral porque considera que ambos candidatos son horribles-, se abstendrá o votará en blanco.

La corrupción y el rechazo a Haddad, considerado una marioneta de Lula, son dos caras de la misma moneda. Aunque no solo el Partido de los Trabajadores está enfangado en la corrupción, hace ya años que la podredumbre lo ha deslegitimado absolutamente ante buena parte de la ciudadanía. La violencia urbana, endémica en América Latina, alcanza sus cifras más insufribles en Brasil: 17 de las 50 ciudades más violentas del planeta están en aquel país. Tras los primeros años brillantes de Lula, cuando la economía brasileña vivió años de bonanza, llegó un cambio brusco en el mercado internacional de las materias primas y de crecer al 5% (2007-2010) se pasó al 2% (2010-2014), la moneda se depreció, aumentó la inflación, las empresas estatales perdieron valor (singularmente la gigantesca Petrobras) y se redujeron sensiblemente las inversiones extranjeras, especialmente las de China.

El descrédito de la política y de los políticos ha sido paralelo a lo anterior, y ya en las vísperas del Campeonato Mundial de fútbol de 2014 y en 2015, ante las Olimpiadas de Río de Janeiro de 2016, la gente se echó a las calles para protestar por los fastos deportivos mientras el común de la ciudadanía padecía carencias de todo tipo. La tradicional desconfianza hacia las instituciones, desde la judicatura a la policía pasando por la administración política –la de Brasilia y la de los diversos estados- ha crecido exponencialmente desde que el PT y sus portavoces comenzaron a desarrollar la teoría del golpe [de nuevo tipo] como explicación de las actuaciones que acabaron con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula da Silva.

La tesis del petismo es que las clases dominantes, apoyadas por unos medios de comunicación monopolistas, y las clases medias reaccionarias perpetraron un golpe de estado mediante acciones de comunicación, jurídicas y parlamentarias. El desarrollo de ese argumento ha llevado a una devaluación de la idea de democracia, en un proceso en el que desde el PT se ha argumentado que lo que ellos entienden como una conspiración contra Lula y Dilma exige substituir esa democracia por otro régimen a la imagen del existente en la Venezuela bolivariana. En ese crescendo, el PT ha exacerbado la polarización de la sociedad brasileña en torno a la consigna “Nosotros contra ellos” que lanzó hace años el propio Lula para desactivar las denuncias de sobornos y corruptelas de todo tipo durante su gobierno. De hecho, cuando el juez Sergio Moro levantó el secreto del sumario del proceso contra el ex ministro de hacienda Antonio Palocci, quien pactó con el magistrado una reducción en su condena, se supo que el 90 por ciento de las leyes aprobadas durante los gobiernos del PT lo fueron gracias a sobornos. El principio del fin de Lula y su carisma fue el descubrimiento de que el llamado Mensalão [asignación mensual] no era sino eso: la compra de votos en el Parlamento para sacar adelante los proyectos de su gobierno.

Cuando Lula fue encarcelado y los jueces le negaron la posibilidad de ser candidato presidencial, esté designó al alcalde de São Paulo, Fernando Haddad, como su representante. Lejos de crearse un perfil propio, el designado se ha mostrado sumiso y dependiente del gran líder, le ha visitado en la prisión semanalmente para recibir instrucciones y hacer explícita su provisionalidad a la espera de la libertad del líder. Eso, ahora, hace prácticamente imposible que el electorado democrático no petista le apoye en la segunda vuelta. Como ha escrito José Roberto de Toledo, la gran mayoría de los votantes no conoce a Haddad lo suficiente como para odiarlo ni para temerlo, así que el rechazo hacia su persona y su candidatura es la manifestación del miedo y el rechazo al PT de Lula.

En estos momentos, cuando el PT ha pasado del “nosotros contra ellos” al “todos contra él” [Bolsonaro], parece demasiado tarde y poco creíble. Josias de Souza ha escrito estos días que el PT llega a la segunda vuelta de la elección presidencial un poco como aquel personaje de un cuento, que mata a su padre y a su madre y, el día del juicio, pide misericordia para un pobre huérfano. El PT, dice de Souza, quiere la comprensión de todos para formar un "frente democrático" de combate a Bolsonaro, personaje que su mismo partido ayudó a crear con su cleptomanía y sus excesos polarizadores. La diferencia entre el PT y el "huérfano" del chiste es que el PT desea que lo perdonen sin pedir perdón.

Pese a todo, desde fuera de Brasil se ven las cosas de otra manera. Más allá de las imágenes distorsionadas que se tienen sobre el PT y sobre el propio Lula, vistos de forma simplificada como un partido socialdemócrata y un carismático obrero aupado por su pueblo a la presidencia de la República, el miedo al fascismo aconseja negociar y pactar alguna fórmula que propicie una opción unitaria por la democracia para el próximo día 28. Es verdad que la huida hacia el bolivarianismo antidemocrático y lo que hoy se sabe sobre el Lula reciente hacen casi imposible la misión, pero habría que intentarlo con generosidad política por todas las partes, especialmente por el mismo PT.

Manuel Castells ha difundido un texto que ha suscitado innumerables apoyos en las redes sociales. En él, el sociólogo hace un llamamiento a todos los comprometidos con la democracia, y advierte que Brasil está en peligro, y con Brasil, el mundo. En una situación así, prosigue Castells, ningún demócrata, ninguna persona responsable del mundo en que vivimos podemos quedarnos en una indiferencia generalizada hacia el sistema político brasileño, porque si Brasil, el país decisivo de América Latina, cae en manos de este deleznable y peligroso personaje, y de los poderes fácticos que lo apoyan, nos habremos precipitado aún más bajo en la desintegración del orden moral y social del planeta. También en una línea similar, el diario El País editorializaba: “En esta encrucijada quienes fueran rivales de Haddad en la primera vuelta harán bien en abandonar el exasperante planteamiento que presenta al candidato del PT y a Bolsonaro como dos extremos equiparables”.

Me sorprende y me preocupa lo que percibo en mis contactos personales, que va en un sentido radicalmente distinto. De las muchas y largas conversaciones de estos días intensos con diversos amigos brasileños he deducido que ni éste ni otros llamamientos van a tener éxito. Creo que no están evaluando bien la situación, pero soy consciente de que mis interlocutores son gente muy formada, así que me alegraré si son ellos quienes, como el admirado ex presidente Fernando Henrique Cardoso, tienen razón. El ex presidente ha dicho: “Las redes divulgan que apoyaré a Haddad. Mentira: ni el PT ni Bolsonaro explicitaron compromiso con lo que creo. ¿Por qué habría de pronunciarme sobre candidaturas que o están contra o no se definen sobre temas que valoro para el país y el pueblo?”.

Contrariamente, a muchos de nosotros la situación nos recuerda la Europa de los treinta con aquél “mejor Hitler que el Frente Popular” o, más recientemente, el acoso de la Democracia Cristiana chilena a Salvador Allende en 1973, que cuajaría en el golpe de Pinochet.

Brasil está escindido y transpira odio, me ha escrito una amiga abatida por el pesimismo. Otra, me explicaba que muchísimos de los electores de Bolsonaro tienen educación superior, pero también cuenta con moradores de favelas, pobres y negros que son golpeados por la violencia. Una tercera, insistía en dejármelo claro: el candidato es Lula, no es Haddad. Bolsonaro es un idiota. Sin partido fuerte detrás. Él venció con propuestas estruendosas, pero no podrá implementarlas. Además, mi amiga, historiadora de profesión, afirma: se engaña quien transfiere a Brasil del siglo XXI lo que sucedió en la Alemania de los años 1930. Un último testimonio, una cuarta amiga, otrora en sintonía con el PT, muy irritada me decía: Aquí hay fascismo por las dos partes. No se puede olvidar el juego sucio del PT, la arrogancia y los ataques a nuestra Constitución. Van a pagar el precio por no haber creado líderes y apostar sólo por el proyecto personal de Lula. ¡Eso merece un análisis clínico!

Todas ellas son colegas universitarias y me merecen todo el respeto intelectual y político desde hace muchos años.

Una querida amiga nordestina [de la única región en la que venció Haddad], antigua partidaria del PT, me respondía al preguntarle cómo habíamos llegado hasta aquí: esa es la pregunta que nos hacemos. Bolsonaro presenta una agenda mínima antipetista, de combate a la corrupción y de apuesta por la seguridad. Eso es todo lo que el brasileño quiere oír. Por una educación sin ideologías, contra la ideología de género, por la familia, contra la escuela que enseña que ser gay puede ser normal, que los militares podrán traer la paz… Eso, y un apoyo muy efectivo de los Evangélicos. La gente -insiste mi amiga- está muy cansada de Lula y de la corrupción y “el capitán” [así lo llaman sus partidarios] es como un mito, como el personaje de una nueva serie de Netflix. Pero –concluye- no perciben las consecuencias que tendrá todo esto para la vida cotidiana.

Otro querido colega y amigo, Alberto Aggio, publicaba ayer un artículo en O Estado de São Paulo, del cual he tomado prestado el título para esta columna, en el que concluía diciendo: “Entre la catástrofe y el desastre, nuestra frágil democracia tendrá que resistir para seguir respirando y ganar su supervivencia. Es un momento difícil, en el que sólo nos sirve el "pesimismo de la razón". Y lo más trágico es que no hay locus fácilmente reconocible que exprese algún "optimismo de la voluntad". Atónitos, los brasileños siguen los signos de alerta buscando evitar, de alguna manera, una aproximación a la muerte de la democracia”. Negros nubarrones cubren el futuro próximo de Brasil.

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