Ha ocurrido esta semana en el Parlament de Cataluña, pero está pasando en otras instancias institucionales de todo el Estado. No sólo en España, claro. Estamos hablando de un problema que afecta a las democracias occidentales, como es la degradación en las formas de hacer política y en las pautas de actuación de los políticos. Es cierto que en todo el mundo están dándose con intensidades diferenciadas, obviamente, pero hay que decir que las nuestras son excesivas.
"Les hago un llamamiento a no degradar esta institución". Esto dijo Roger Torrent, presidente de la Cámara catalana, para intentar cerrar el flujo creciente de descalificaciones entre los distintos portavoces parlamentarios. "Va por todos", añadió Torrent, porque todos han practicado la peligrosa actitud de deslegitimar a los adversarios llegando, incluso, al insulto. Destaca, en cuanto a los niveles de crispación que genera, el partido Ciudadanos, pero no es -como enfatizó Torrent- el único. Esta semana, cuando el diputado de ERC Ruben Wagensberg le dijo a Carlos Carrizosa, de Ciudadanos, que era un fascista, éste le respondió que eso se lo dijera en la calle.
La insoportable tensión de los días 6 y 7 de diciembre de 2016, con la Declaración unilateral de independencia ha sido muy recordada esta semana, y los grupos de JxCat, el PSC y el mismo C 's pidieron por escrito que Roger Torrent tome medidas efectivas para poner fin a estos niveles insalubres en el hemiciclo.
Es cierto que no hablo de nada que no esté pasando en otras latitudes, pero esto no es motivo como para no reflexionar en torno a la peligrosidad de estas actuaciones.
A veces, demasiado a menudo deberíamos decir, los representantes políticos se comportan como si su actividad fuera un espectáculo cualquiera. Un espectáculo con ejercicios teatrales, con dramatizaciones, con ficciones y engaños, con sobreactuaciones y, en ocasiones, con una incontenida tendencia al esperpento. La vicepresidenta del gobierno, Carmen Calvo, le preguntó -incrédula- a la portavoz del PP, Dolores Monserrat, si había hecho una performance tras una intervención surrealista de la catalana.
La ciudadanía observa estos comportamientos cada vez con menos sorpresa. Cada vez más, crece la conciencia de estar asistiendo a, efectivamente, un espectáculo, lo que rebaja hasta cotas preocupantes la credibilidad y la confianza hacia los representantes políticos. En cotas que deberían alarmarnos a todos, pero especialmente a los propios responsables partidarios.
La política es la gestión de la cosa pública, es la gestión de la vida en común en sociedades cada vez más complejas. Es por ello que cuando los representantes de los ciudadanos actúan de esta forma están olvidando que los códigos que ellos usan entre ellos no son los que, en su vida diaria, practican la inmensa mayoría de los ciudadanos.
Sabemos que en la representación teatral de la política los diversos actores se acusan con adjetivos que para un ciudadano convencional serían imperdonables si se les dijera un vecino o un compañero de trabajo. Por eso, cuando el ciudadano convencional asiste a una confrontación de este tipo sabe que es espectador de una representación casi teatral; de una degradación que rebaja a sus ojos, aún más, la dignidad de la política y la de los políticos.
Un apunte, a modo de digresión, en este sentido: esa degradación alcanza un nivel paroxístico cuando muchos políticos se acusan unos a otros, de ¡estar haciendo política! y, además, se descalifican por ello. Las más de las veces están confundiendo política con partidismo, pero el ciudadano convencional no tiene porqué saberlo o entenderlo así; lo que ese ciudadano escucha es que se descalifica a una persona o se deslegitima una propuesta acusándola de ser política cuando, probablemente es simplemente partidaria; incluso legítimamente partidaria.
La devaluación de la política y la degradación de los políticos es un cáncer para las instituciones, y la pérdida de confianza en éstas es un riesgo elevadísimo para la democracia.
Estamos asistiendo a una fractura en nuestras sociedades, con la consolidación de posiciones binarias y antagónicas, que tienden a representarse como irreconciliables. En este caldo de cultivo es en el que se gestan y crecen personajes como los Trump, Orban, Bolsonaro y otros de su estilo, y más que vendrán.
En las últimas elecciones en Estados Unidos, las llamadas midterm, se han consolidado aún más las diferencias políticas que han polarizado el país en los últimos años. Como ha escrito Jaime de Ojeda, el mundo urbano y suburbano de las dos costas contra el amplio sector geográfico y rural del medio oeste y del sur; la población educada contra la que no ha pasado del bachillerato; el temor de los blancos contra las minorías negra, hispana y asiática; las mujeres, educadas o no, contra los hombres que ven en Trump la seguridad de su predominio; jóvenes contra viejos. Cada vez se aleja más la masa de los ciudadanos de los verdaderos problemas que afectan al país, para enervarse debatiendo cuestiones de identidad.
Algo parecido, salvando las distancias, ha pasado en Brasil y ha dado la victoria y la presidencia de la república a un personaje de la catadura de Jair Bolsonaro. Un país escindido ha premiado con más de 50 millones de votos a un hombre que es un compendio de defectos; los que, simplemente, deberían haberlo inhabilitado para ser elegido como responsable de ninguna actividad honorable.
Si esto ha ocurrido en Brasil no es porque no estuviéramos avisados.
Hace quince años, en 2003, en plena euforia por la victoria de Lula da Silva, el profesor Luiz Werneck Vianna, profesor del Instituto Universitario de Pesquisas de Río de Janeiro, advertía que el PT y Lula estaban desviándose de la ruta que habían prometido a sus votantes, y eso era peligrosísimo porque la sociedad había creído que la política podía cambiar el país. Ya entonces para Werneck la política estaba diciéndole a la ciudadanía que no era capaz de hacerlo. Si esto se confirmaba -concluía el profesor... ¡en 2003!-, sería la peor pedagogía para los brasileños, ya que provocaría la pérdida de credibilidad en las instituciones democráticas, y sin democracia no habría ningún cambio de modelo como el prometido por Lula.
Quince años después, Lula está en prisión y Bolsonaro está a las puertas del Palacio de Planalto, donde entrará con el inicio del año.
La política, la gestión de la cosa pública, el abordaje y la resolución de los problemas de la sociedad no es, no puede ser un espectáculo de buenos y malos. Todavía menos una representación en la que muchos de los actores mienten sin pudor, se descalifican, se amenazan o insultan. Deberían saber que están jugando con fuego. Del mismo modo que los ciudadanos de ninguna manera deberían darles su voto.