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Ante la maratón electoral de 2019, para la izquierda no será suficiente agitar el miedo a la extrema

La resaca de las elecciones andaluzas ha coincidido con el 40 aniversario de la Constitución de 1978, con las dificultades operativas del gobierno de Pedro Sánchez con los presupuestos; con la huelga de hambre de algunos los presos independentistas catalanes en el confuso panorama del Proceso; con la entrada en escena de Vox y su intento de hacer volver España a 1975; y con la ansiedad indisimulada del PP y de Ciudadanos para tumbar a Sánchez e ir a elecciones legislativas.

En cuanto a la Constitución de 1978 es mucho lo que se podría decir, pero nos quedaremos con lo que hay que subrayar en este momento: aunque ha envejecido mal, conviene no olvidar que fue el gran pacto civil que ha permitido décadas de convivencia antes no conocida en Hispania. Es cierto que está pidiendo reformas con urgencia, como lo es que las derechas -que por genética se oponen siempre a los cambios- no están por la labor. Aun así, hay que perseverar en su actualización, en su sintonización con la España del siglo XXI.

No será nada fácil, sin embargo. PP y Ciudadanos dicen que no es momento de ninguna revisión del texto constitucional por falta de consensos básicos, olvidando que estos han producirse al final de las negociaciones y no al principio. Mientras tanto, desde el PSOE hablan de federalismo, pero ni lo definen ni explican qué modelo de los diversos existentes en Occidente tienen en mente. Podemos, a su vez, habla de incluir en el texto compromisos sociales avanzados y quiere abrir el debate sobre la república, lo que irrita la derecha casadoriverista y la refuerza en su negativa a modificar nada.

Los nacionalistas periféricos aspiran, como es comprensible, a ensanchar sus márgenes de maniobra respecto del Estado. Pero aquí radica uno de los grandes obstáculos para la reforma de la Constitución de 1978: la situación catalana, en la medida que polariza buena parte de la atención de los actores políticos y de la ciudadanía en general. Sin embargo, sea como sea el camino de la reforma constitucional, la vida política sigue y pronto entraremos en una maratón de elecciones.

En el escenario que vivimos, las derechas [también la extrema, que está para actuar a demanda y con métodos contundentes] siempre disfruta de una ventaja: su objetivo es el poder, y están dispuestas a hacer lo que más convenga para mantenerlo cuando lo tienen y conseguirlo cuando lo han perdido. Ahora no es distinta la cosa: quieren hacer caer a Pedro Sánchez, sea como sea, y pactarán con los neofascistas de Vox todo lo que sea menester. El precio de ese pacto, claro, lo pagaremos los demócratas; también los conservadores.

Las izquierdas, a su vez, siempre lo tienen más difícil: saben perfectamente lo que no quieren, pero tienen dificultades casi insalvables para definir lo que quieren. Una indefinición que a menudo las hace navegar entre la utopía y el posibilismo, entre los buenos sentimientos y la compleja gestión de la siempre cruda realidad. A propósito de la izquierda de su país, el filósofo e historiador estadounidense Mark Lilla dice que a la izquierda le gusta resistir, no gobernar, porque tiene una visión teatral de la política. No es posible trasladar completamente esa sentencia a Europa, pero sí es cierto que nuestras izquierdas están más preparadas para resistir que para gobernar.

Además, desgraciadamente, las izquierdas tienen en su ADN algunos automatismos que la experiencia histórica debería haberles hecho abandonar. El más llamativo es la tendencia a explicarle a las derechas qué deberían hacer y cómo deberían actuar, antes que preguntarse por los errores o las insuficiencias propias. Otro, no menor, es responder a problemas del presente con recetas del pasado, aunque éstas hayan fracasado. Falta, en mi opinión, más análisis, más reflexión, más debate, más innovación en la praxis política de los partidos de izquierda.

La nueva realidad abierta en Andalucía es un ejemplo reciente de lo que decimos. No son pocos los dirigentes de las izquierdas a los que hemos escuchado estos días, tras los inesperados resultados de las elecciones andaluzas, exigir al PP y a Ciudadanos que hagan o que no hagan esto o lo otro con Vox. La señora Susana Díaz, por ejemplo, que en lugar de explicar su fracaso se ha dedicado a pontificar sobre qué deben hacer los demás. Teresa Rodríguez, la cabeza de lista de Adelante Andalucía, tampoco explica cómo es que mientras el partido de los socialistas andaluces se ha derrumbado (ha perdido cerca de 400 mil votos), su coalición no ha recogido ni uno y, además, ha perdido casi 300 mil. Ninguna de las dos lideresas explica por qué el 40 por ciento de los convocados a las urnas quedó en casa, más allá de hablar de un electorado desmovilizado. ¿Por qué estaba desmovilizado el electorado?

Preguntas sin respuesta al margen, varios analistas ya han avanzado valoraciones a tener en consideración. Ignacio Escolar explicaba, de manera muy pedagógica, la dimensión del problema: la izquierda en su conjunto debería preguntarse qué ha pasado para que una parte notable de su electorado la haya abandonado. Y añadía: calificar a cientos de miles de votantes de Vox simplemente como fascistas sirve de poco para comprender lo que ha pasado. A juicio del periodista: una causa central es el rechazo de la España interior al independentismo catalán. Otra, el desgaste de la representación política y la falta de respuesta de los partidos ante las consecuencias de la crisis, que todavía no está resuelta para muchos sectores de la sociedad. A su vez, el politólogo Antón Losada aportaba una idea tan sugerente como perturbadora: la izquierda sigue instalada en la idea de que agitar el miedo a la extrema derecha será su mejor combustible para las elecciones que vienen. Si no puedes movilizarlos con tus políticas, movilízalos con sus miedos; esta parece ser la estrategia.

No todo es silencio u oscuridad entre los responsables políticos, sin embargo. Hay que valorar como merece la aportación de Íñigo Errejón, que ha afirmado que hay que aplicarse una alta dosis de humildad en el análisis de la entrada de 12 diputados de Vox en el Parlamento andaluz. Afirma el joven dirigente de Podemos, que no es cierto que, de repente, hayan aparecido cuatro centenares de miles de fascistas en Andalucía, y que los elementos a considerar respecto de este fenómeno son muchos y diversos.

Efectivamente. Es mucho lo que hay que analizar y debatir en el seno de las izquierdas hispánicas, las de ámbito estatal y las de las diversas nacionalidades. Mientras tanto, convendría ser prudentes con la promoción de respuestas emotivas del siglo pasado ante la amenaza de la extrema derecha [como el No pasarán o Andalucía será la tumba del fascismo, por citar dos], que tuvieron un éxito más que discutible en el pasado, cuando no el fracaso más rotundo.

Además de eso, poner en el centro de las actuaciones de las izquierdas a los neofascistas de Vox es un error táctico y estratégico. No es una buena idea otorgarles tal dosis de protagonismo. Una parte de la potencia con la que han emergido obedece más a errores propios de las izquierdas que a éxitos de ellos, así que es necesario centrarse en solucionar esas carencias, esos errores, esas insuficiencias de las propuestas políticas hechas desde la izquierda. Y no será suficiente con hacer llamadas al antifascismo si éstas no van acompañadas de propuestas concretas ante los problemas reales y concretos de los ciudadanos que se ubican en la región de la izquierda partidaria. Habría que tener ideas claras al respecto de cara a la maratón electoral que viviremos el 2019.

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