Termina un año que no será recordado por su bonanza, sino más bien por su adversidad. Tanto en el ámbito internacional como en el interno, 2018 ha estado marcado por problemas de gran calado que amenazan con agravarse en 2019. A riesgo de sintetizar en exceso, podríamos decir que los problemas migratorios son el referente de fondo del escenario mundial, mientras que en el casero lo es el Proceso catalán.
La política migratoria, el miedo a los extranjeros, a los pobres inmigrantes pobres, ha sido explotado con éxito por los nuevos nacional-populismos de derecha y de extrema derecha. Ahí está Donald Trump desde enero de 2017 agitando la bandera del rechazo a los migrantes, a los que ha otorgado el papel de gran amenaza para la América WASP; un discurso que todavía dos años después de acceder a la Casa Blanca sustenta el Cierre de Gobierno decretado por el presidente por la negativa del Partido Demócrata a aprobar una partida de miles de millones de dólares para la construcción del muro en la frontera mexicana.
También en Gran Bretaña o en Italia, como en otros países europeos, el mal llamado problema migratorio ha tenido -y continuará teniendo- efectos importantes. El BREXIT, a estas alturas una moneda que gira en el aire, pero de la que pronto saldrá cara o cruz, también estuvo en el centro del resultado del referéndum de 2016, en el que una ajustada mayoría de británicos votó por abandonar la Unión Europea. En paralelo, que una figura como Matteo Salvini haya llegado a ser vicepresidente del gobierno italiano es otra muestra de cómo de adverso ha sido en 2018. En España, Pablo Casado quiere emularlo e insiste, contra toda evidencia, en una supuesta invasión de africanos que, por millones, caerán sobre España llamados explícitamente por Pedro Sánchez.
Veremos qué pasa en 2019, año de elecciones al Parlamento Europeo. Si el euro escepticismo avanza, si los enemigos de la Europa unida se consolidan, y si hacen tambalear aún más los valores fundacionales de la más grande y atrevida aventura política superadora de los viejos antagonismos que ha conocido nuestro continente. La extrema derecha europea se afana en convertir el miedo de los europeos más vulnerables en xenofobia que dé cohesión a su discurso nacionalista y supremacista. Hoy por hoy, la derecha convencional se limita a intentar cerrar la vía de agua de la pérdida de votos asumiendo buena parte del discurso ultra.
Algo parecido ha ocurrido en 2018 a propósito de la crisis de Estado que padecemos en España desde hace unos años pero, de manera mucho más acusada, desde el último tercio de 2017. Desde 2010, cuando se produjo la primera respuesta masiva de rechazo a la sentencia del Tribunal Constitucional que invalidó el Estatuto aprobado por la ciudadanía de Cataluña en 2006, venimos arrastrando un problema que el gobierno de Mariano Rajoy no sólo no supo enfrentar, sino que lo empeoró con su actitud. El gobierno de Rajoy y su incapacidad, sí; y el de Artur Mas y su huida hacia delante, también; como explica muy bien Lola García en su libro "El naufragio. La deconstrucción del sueño independentista". Fue en el discurso de investidura del presidente Mas, tras las elecciones de 2012, cuando éste anunció que fijaba "rumbo de colisión" [con el gobierno de España].
El año que ahora finaliza ha estado condicionado completamente por la crisis catalana, y los efectos que su perdurabilidad pueda tener 2019 son todavía difíciles de calcular. Toda la política española pivota sobre aquella, dejando en segundo plano cualquier otro asunto por importante que éste sea.
Tras la moción de censura que acabó con Mariano Rajoy, el alineamiento de los soberanistas catalanes con los socialistas, Podemos, Compromís, el PNV y otros grupos menores desató todos los demonios que habitan en las cuevas del nacionalismo español.
La entrada rotunda de la extrema derecha en el Parlamento andaluz y la más que previsible constitución de un gobierno de PP y Ciudadanos, con el apoyo imprescindible de Vox, no sólo ha puesto final a la hegemonía del PSOE en la región, sino que se ha convertido en una amenaza para la democracia española. Las elecciones locales, autonómicas y europeas del próximo mes de mayo, más la imprevisible duración de la legislatura de Sánchez, han provocado ya a estas alturas que las tres derechas españolistas aprieten el acelerador para acorralar y atacar al gobierno con el objetivo declarado de hacerlo caer cuanto antes, mejor. Al precio que sea necesario.
La celebración del juicio a los dirigentes independentistas no hará -en unas fechas muy coincidentes con la cita con las urnas- sino poner más carbón en la caldera política española. Es muy preocupante como los nacionalistas españoles están sobre excitados y decididos a explotar la cuestión catalana y la amenaza a la unidad de España como los únicos problemas que deben interesar a la ciudadanía. Del mismo modo, con una sobredosis emocional, desde el independentismo se habla mucho de negociar con Madrid, pero se le piden imposibles al Gobierno de Sánchez. Dos posiciones enrocadas que dejan poco espacio para los que no participan ni de la una ni de la otra.
Son negras las nubes que anuncian el nuevo año. Si el 2018 que ahora finaliza ya se ha hecho demasiado largo y pesado, 2019 no presagia un cambio a mejor sino, al contrario, doce meses sobrecargados de tensión, polarización y confrontación política. La tentación autoritaria de las derechas hispánicas constituye una amenaza a la que habrá que estar atentos. Los políticos responsables de las diversas organizaciones partidarias deberían convertir en pauta de actuación una máxima popular valenciana, con el regusto de sus hablantes por los diminutivos: "la cabecita en el trabajo, y las manitas que no paren".