La extremadamente grave crisis que afecta Venezuela no es sino el resultado de años de mala gestión política y económica del gobierno bolivariano, presidido hasta 2013 por Hugo Chávez y desde esa fecha por Nicolás Maduro. Dejémoslo claro de entrada, el régimen bolivariano hace mucho que es indefendible tanto política, como económica y socialmente. De esta afirmación, sin embargo, no se debe deducir que es posible aplaudir la actuación de la oposición venezolana durante estos años, pero indiscutiblemente la mayor cuota de responsabilidad en la penosa deriva del país corresponde a quienes han estado en el poder. Especialmente porque la han ejercido de manera tan autoritaria como arbitraria. Además, lo han hecho de una forma tan torpe que cuesta creerlo.
Desde que el comandante Hugo Chávez ganó de manera incontestable las elecciones de 1998, la evolución política de Venezuela ha sido tortuosa. Ya en 2002 hubo un auténtico golpe de Estado, rápidamente reconocido por los Estados Unidos de América y por el gobierno español presidido por José María Aznar, que convirtió en presidente el empresario Pedro Carmona. La cosa duró unas horas solamente, y Chávez volvió rápidamente al Palacio de Miraflores.
Venezuela, hay que recordarlo, celebra elecciones legislativas y presidenciales, diferenciadas, como ocurre en los países con sistema presidencialista. Pues bien, ya en 2005 la oposición no se presentó a las elecciones a la Asamblea Nacional, como ocurrió en 2018 en las presidenciales. Chávez ganó éstas en 2006 y en 2013, cada vez con menos margen. Poco después de esta última, el Comandante murió de cáncer y fue sustituido por Nicolás Maduro, el cual tuvo que revalidar su presidencia con unas nuevas elecciones que ganó por los pelos: un 50.6 frente a un 49.1 del líder opositor Henrique Capriles.
Pues bien, el bolivarianismo venezolano, como siempre ha hecho el populismo, estableció que había un nosotros y un ellos, los buenos revolucionarios patrióticos bolivarianos y los perversos fascistas pagados por el imperialismo. Como unos, el pueblo revolucionario, era bueno y los otros -los enemigos del pueblo bolivariano - eran malos, los primeros continuaron gobernando como si nada hubiera pasado. El país se había roto justamente por la mitad, pero esto no pareció importarle ni a Nicolás Maduro, ni a sus amigos de dentro y de fuera de Venezuela. De esa negativa a reconocer la realidad, a aceptarla y a actuar en consecuencia, provienen muchos de los problemas de hoy.
Pero la realidad es tozuda, y en las elecciones legislativas de 2015 para renovar la Asamblea Nacional la oposición reunida en la Mesa de Unidad Democrática obtuvo el 56.3 por ciento de los votos y 112 de los 167 diputados. La respuesta del gobierno de Maduro fue continuar huyendo hacia delante: el Tribunal Superior de Justicia declaró en desacato a la Asamblea Nacional en 2016 y en 2017 decidió asumir sus funciones. Aunque se dio marcha atrás en esta decisión insólita, la Asamblea Nacional quedó, en la práctica, inoperativa.
Las recientes elecciones presidenciales de mayo de 2018, con la abstención más alta en la historia de los comicios presidenciales desde la llegada de la democracia en 1958, dio como resultado la victoria de Maduro con el 67.8 por ciento de los votos emitidos. Sin embargo, diversos organismos presentaron denuncias por falta de transparencia en el proceso de convocatoria y realización, además de por parcialidad del poder electoral. La crítica internacional provocó qué, en enero de 2019, ante la toma de posesión de Nicolás Maduro, ni los países del Grupo de Lima, ni la Unión Europea, ni la Organización de Estados Americanos reconocieran el mandatario.
Que el presidente electo no jurara el cargo ante la Asamblea Nacional ha sido el argumento que ha hecho valer Juan Guaidó para autonombrarse presidente, alegando que había un vacío de poder. La crónica de un desastre anunciado, pues, ha sido la evolución política venezolana desde hace años.
En cuanto a la deriva económica y social, ya he escrito en varias ocasiones. En concreto en marzo de 2015, es decir hace casi cuatro años, ya sabíamos lo mal iba la economía y sufríamos una falta de información estadística oficial casi total. De hecho, en el Informe que acaba de publicar la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) sobre Gasto Social en América Latina (2000-2016) se insiste en que Cuba, Haití y la República Bolivariana de Venezuela no facilitan datos en varios importantes ítems de los recogidos en el informe.
En aquel texto de 2015 se puede leer: Venezuela ya no ofrece según qué estadísticas internas; el bono venezolano está en la categoría de bono basura, el PIB de 2014 fue de -3%; y una última y fundamental: en 1998, la proporción entre exportaciones petroleras y no petroleras era 69 a 31 mientras que en 2012 fue de 96 a 4. Y esto con un precio del barril en torno a los 55 dólares. En cuanto a la débil institucionalidad, ésta se hace evidente en la pasión legisladora del gobierno: todo se regula, pero nada o casi nada funciona en las instituciones, en las que prevalece tenerlas al servicio de la revolución. Un botón de muestra: de las 45.474 sentencias emitidas desde instancias judiciales, ni una sola ha sido en contra del gobierno. Finalmente, con respecto a la fractura de los cuerpos de seguridad, hay que apuntar que después de la creación de unos y la remodelación de otros preexistentes, conviven en el interior del país ocho estructuras militares y policiales de ámbito nacional, a las que hay que sumar las de los estados y las de los municipios. En este terreno, las rivalidades entre unas y otras son moneda corriente, y la gran paradoja final es que son las empresas de seguridad privadas [nada convencionales, por cierto] las que han salido beneficiadas en un país que tiene las tasas de violencia más altas del continente sólo por detrás de Honduras y el Salvador, y en el que Caracas es la ciudad con mayor índice de homicidios por cada cien mil habitantes, después de San Pedro Sula (Honduras) y Acapulco (México) [Datos de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, 2012].
La situación económica ha ido a peor desde 2015 a esta parte. El Fondo Monetario Internacional (FMI) incluyó a Venezuela, en octubre de 2018, entre las grandes crisis económicas del siglo XXI, un listado dominado por países que han sufrido conflictos bélicos. Según el FMI, la caída del PIB por habitante entre 2013 y 2017 ha sido del 37 por ciento; sin embargo, las previsiones para el periodo 2012-2019 son que baje el 47%. El PIB por habitante de Venezuela ha pasado de los 11.287 dólares de 2012 a los 3.100; es decir, un hundimiento del 73%, siempre según los datos del FMI.
Según cuenta el historiador venezolano Tomás Straka, en un dossier de la revista Nueva Sociedad, las calles de su país han estado muy movidas en contra de Maduro. En lo que es la coronación de una tendencia que ya se preveía desde 2017, esta vez el mayor protagonismo de las protestas ha sido en los barrios populares. Con una hiperinflación de 1.000.000% en 2018 y una depreciación del bolívar que ha llevado el sueldo mínimo a unos siete dólares mensuales, el hambre ha terminado para impulsar el disgusto de los venezolanos pobres que por una u otra razón no han podido, o no han querido, unirse a la masa de migrantes que se desborda por toda Sudamérica. Desde hace días, los barrios pobres de Caracas y varias otras ciudades se han convertido en escenario de verdaderas batallas campales. Ha habido saqueos, pero también actos de claro tinte político, como la quema de casas del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) o el derribo de estatuas de Hugo Chávez.
Ante este escenario político y social, exigir elecciones urgentes es, prácticamente, un brindis al sol. La Unión Europea las exige o está dispuesta a reconocer Juan Guaidó, y el gobierno de Pedro Sánchez está en esa lógica. Que hay que hacer elecciones cuanto antes es una evidencia, pero es inverosímil que puedan realizarse adecuadamente en la realidad actual del país. La híperpolarización política interna de una parte, y el reparto de apoyos externos a favor y en contra de Nicolás Maduro o de Juan Guaidó, reproducen el patrón de esta Segunda Guerra Fría que estamos sufriendo. En ella, el enfrentamiento por el control de las reservas energéticas es un eje central, y ahí están los EE.UU., China y Rusia. Los Estados Unidos, con poderosos aliados continentales como Brasil, Argentina y Canadá; o el Reino Unido en el exterior, a la espera de la decisión que, con la desesperante lentitud habitual, hará pública la Unión Europea. Enfrente de este bloque, China y Rusia con Turquía, Cuba y el resto de los países bolivarianos. Parece que hay mucho trabajo que hacer antes de poder celebrar unas elecciones convencionales.
El problema Venezuela interesa y mucho en todo el mundo. Lo que no parece interesar tanto son los venezolanos. En España, el Partido Popular y Ciudadanos han decidido competir también en este terreno, y sus líderes hacen declaraciones a diario, se reúnen con exiliados y acusan al gobierno de Sánchez de ser, prácticamente, el causante de la crisis de aquel país latinoamericano.
Hay que decir, sin embargo, que en la competición de los dos partidos de la derecha española por ser el más beligerante, es el partido Popular de Pablo Casado el que lleva ventaja. El Parlamento de Murcia ha reconocido al autonombrado presidente Juan Guaidó, en un alarde desvergonzado ser más papistas que el Papa, y el propio presidente del PP ha anunciado que presentarán mociones en todos los parlamentos autonómicos y, también, en los ayuntamientos para que todos se pronuncien sobre el asunto. España, quiere el PP, debe ser un clamor en contra de los bolivarianos de Maduro [y, de paso, en contra del PSOE y de Podemos] y en defensa de Guaidó y la democracia de Venezuela. ¡Rien ne va plus!
El renacido Aznar se está paseando por los medios de comunicación para denunciar el "abandono de liderazgo lamentable" de Pedro Sánchez, y acusarlo de falta de reflejos con este tema. A su juicio, esa carencia se debe al hecho de no tener ni "criterio" ni "convicción" en política exterior y en cuanto al papel de España en la UE.
Está claro que para el "Nuevo Partido Popular" también la dramática crisis venezolana es munición contra el gobierno de Sánchez; todo es susceptible de convertirse en propaganda electoral. Resultó esperpéntica la intervención de Pablo Casado en la Puerta del Sol madrileña cuando, rodeado de exiliados de ese país, afirmó que su candidato a la alcaldía de Madrid "será el alcalde que termine con los amigos de Maduro en Madrid".
Es lo que pasa siempre con las derechas, no hay nada que los detenga en la defensa de sus intereses. Lo demuestra Donald Trump y lo demuestra la pareja Aznar Casado. El primero, que acaba de alcanzar una tregua con el Partido Demócrata en el cierre de gobierno [shutdown] más largo de la historia estadounidense, por el que la Administración federal reabrirá temporalmente sus funciones mientras continúa el debate sobre el presupuesto en el Congreso, usó la crisis venezolana como distracción de las tensiones internas. La pareja del PP la utiliza en su campaña de acoso por tierra, mar y aire a Pedro Sánchez.
La pregunta, en este punto, es: ¿a quién le importan los venezolanos que están sufriendo tanta violencia política y tantas penurias de todo tipo?