El joven líder de Más Madrid y el ex primer ministro francés, ese inesperado candidato a la alcaldía de Barcelona, acaban de hacer sendas propuestas que han desconcertado a muchos y han puesto de los nervios aún a más. Tanto que han sido primera plana en todos los medios.
Estamos muy mal acostumbrados en este país a confundir política con partidismo. Los primeros que se confunden, a menudo de manera deliberada, son los propios políticos profesionales. La ciudadanía, en general, no diferencia con claridad entre una cosa y otra.
Esta es una de las razones -en ningún caso la única- del descrédito de la propia política y, aún más, de la desconfianza hacia los que a ella se dedican. No es que resulte esperpéntico que en ocasiones se descalifiquen unos a otros acusándose "de hacer política", sino que colaboran así a extender la idea de que la política es una actividad deshonesta, propia de bribones, vividores y, en general, de gente maltrabaja y aprovechada.
Lo más grave es que de esa confusión entre política y partidismo se deriva, automáticamente, una tendencia a que el ciudadano se aleje de "la política", lo que provoca un descrédito de la propia democracia como forma de resolver quién y cómo se gobierna en unas sociedades complejas como son las nuestras. Es uno de los resultados más perversos de lo que llaman "la política de la anti-política".
Con todo, un porcentaje aún representativo del censo electoral acude regularmente a las urnas cuando es convocado y deposita las papeletas que mejor considera de acuerdo con lo que entiende que son las propuestas de quienes se han presentado como candidatos a ser elegidos concejales, diputados o senadores.
La segunda fase para resolver lo que constituye el objetivo del sistema electoral democrático -quien y cómo se gobierna- consiste en que los electos deben gestionar lo que los votantes han expresado mediante su papeleta. Es decir qué, con los resultados que han dado las urnas, los representantes deben elegir unos cargos muy principales: los alcaldes de cada municipio y los presidentes de los gobiernos, central o de comunidad autónoma.
En esta fase estamos ahora. Una en la que resulta dramáticamente evidente la falta de cultura democrática de este país, en la que los pactos entre formaciones distintas son todavía muy poco frecuentes. Paralelamente, se aprecia otra carencia que los políticos conocen pero callan mientras que buena parte de los electores la ignoran: que gobernar significa, casi siempre, optar entre lo malo y lo peor. A menudo no se trata de elegir lo que es mejor, sino únicamente hacer lo que es posible de entre las opciones menos malas.
Más allá de esto, si se ha de decidir quién y cómo se gobierna, es fácil decidirlo cuando los resultados son claros y contundentes. Hemos estado bastante acostumbrados a que gane la opción A o la opción B, incluso por mayoría absoluta. Entonces no hay ningún problema, como hemos comprobado en tiempos pasados con determinadas victorias del PSOE o del PP. Esto era sencillo cuando el sistema bipartidista hacía que los dos partidos se repartieran el 80 por ciento de los votos.
También ha sido fácil en otras ocasiones -si hablamos de la elección de presidente del gobierno, por ejemplo- cuando PSOE o PP pactaban con los representantes del nacionalismo vasco o catalán. El PNV y CiU pactaron con Suárez, González, Aznar o Zapatero un win-win que daba satisfacción a todos.
El gobierno de Mariano Rajoy de 2011, en un escenario de crisis brutal como la que había comenzado en 2008, hizo una demostración pavorosa de a dónde podía llevarnos la impericia, la tendencia al tancredismo del titular del Ejecutivo y, muy especialmente, la sustitución de la política por el partidismo, incluso judicializado hasta dosis letales. Es ahora que estamos cosechando los frutos de unas políticas partidistas y miopes, tan torpes como interesadas que, especialmente en cuanto a la crisis catalana, se hicieron explícitas tanto en el gobierno de Madrid como en el soberanismo con sede en Barcelona.
Desde hace unos años, sin embargo, aquel escenario bipartidista corregido por los nacionalistas vascos y catalanes desapareció. Primero Podemos y después Ciudadanos emergieron con cierta fuerza. Las elecciones de 2016 confirmaron que aquel tablero a dos había convertido en un tablero a cuatro, mientras que como ya habían anunciado las elecciones andaluzas de 2018, en 2019 la partida se ha complicado todavía más: ahora ya son cinco los actores, más las opciones nacionalistas y regionalistas varias de las Españas. No olvidemos que detrás de estas últimas hay más de tres millones de electores que les están dando su apoyo de manera continuada.
¿Qué se ha hecho desde la política convencional entonces? Pues es sencillo de ver: se ha sustituido el bipartidismo del pasado por la configuración de dos bloques antagónicos: el de las derechas, que se mueve entre el azul marino más o menos acusado [según días] y el azul mahón más o menos falangista; y el de las izquierdas, que cubren tonalidades del rojo, del pálido a uno más intenso. Al margen, unos más que otros, quedan los nacionalistas mayoritarios en sus feudos: el PNV, siempre pragmático y con sus ideas muy claras, pero también serio y confiable; y los soberanistas catalanes que parecen más que agobiados en tanto que padecen a la vez la excepcionalidad de tener a buena parte de sus líderes en prisión o huidos al extranjero, mientras libran una batalla sin cuartel entre ellos para ver quién hegemoniza el independentismo o quien afloja antes.
Ahora, cuando se está decidiendo quién y cómo se debe gobernar en los ayuntamientos, los gobiernos autonómicos [en trece de los diecisiete] y quién debe ocupar La Moncloa, resulta particularmente evidente que aquella confusión entre política y partidismo es lamentable y peligrosa. Como también lo es haber sustituido el bipartidismo imperfecto y matizado del pasado por un juego de dos bloques muy difícil de gestionar.
Es por ello que, más allá de las simpatías o de la distancia que a cada uno le separe de Errejón y de Valls, sus propuestas son aire fresco y regenerador frente al más de lo de siempre al que están abocados, con más o menos terquedad, el resto los estados mayores de los diversos partidos.
El escenario es complejo en extremo. Todas las instancias de poder están a debate, y no será posible encontrar una única fórmula de pacto a aplicar en todas partes. Habrá, precisamente, que hacer mucha política de la buena y menos tacticismo de vuelo corto; habrá que hacer política estratégica y no partidismo ramplón.
Errejón está dispuesto a aceptar un mal menor [para él y los suyos] como es ceder la alcaldía de Madrid a Ciudadanos, evitando el mal mayor que significaría la entrada de la extrema derecha de Vox a los gobiernos de la capital y de su comunidad autónoma. Valls aceptaría el mal menor [para él y los suyos] de revalidar como alcaldesa a Ada Colau, evitando el mal mayor de que Barcelona se rompa completamente al ser instrumentalizada por el independentismo que está en minoría en la ciudad.
Veremos qué resulta de ambas propuestas. Quizás nada. Es posible. Pero hay que reconocer que iniciativas como la de Errejón y la de Valls son vías que convendría explorar y que podrían ser la semilla de un cambio fundamental en la cultura política española: hacer explícito que los pactos entre diferentes son posibles y deseables por el bien de lograr una gobernabilidad de base amplia, que permita salir de la confrontación tan polarizada como tóxica en la que vivimos desde hace demasiado, provocada en buena parte por aquella confusión entre política y partidismo.