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Chile: No es por 30 pesos, es por 30 años.

Viajé a Chile por primera vez en 1992, hace casi esos treinta años de los que habla la consigna que se ha hecho popular estos días. Desde entonces he mantenido fuertes lazos con ese país, al que profeso una estima muy especial. Después de aquella primera estancia vinieron otras y, en paralelo, Chile se convirtió en una de mis prioridades profesionales. Libros y artículos sobre su historia reciente forman parte de mi curriculum, y el momento más honorable de mi vida académica fue la participación en calidad de perito de la acusación -con el abogado Joan Garcés- ante el juez Baltasar Garzón en la Audiencia Nacional, quien entonces instruía el Sumario 19/97 Terrorismo y Genocidio 'Chile-Operativo Cóndor', contra Augusto Pinochet Ugarte y otros.

Chile acababa de salir de la dictadura en 1992. Patricio Aylwin era el presidente de la República, tras la victoria de la Concertación de Partidos por la Democracia en las elecciones de diciembre de 1989, pero el general Pinochet era en esa nueva etapa comandante en jefe del Ejército y sus partidarios aún no acababan de digerir la derrota en el Plebiscito de 1988, que le había obligado a abandonar el Palacio de la Moneda. Tal y como estaba previsto en la Constitución de 1980, promulgada durante el período militar, el dictador al dejar la presidencia de la república pasaba a comandar las fuerzas armadas, como 1998 pasaría a convertirse en Senador Vitalicio. Poco después de acceder al Senado, cometió el error de viajar a Londres, donde fue detenido por orden del juez Garzón. 500 días más tarde, el dictador chileno volvió a Santiago, pero entonces era ya un cadáver político.

En aquel tiempo inicial de la década de los noventa, Chile era un país traumatizado por las violaciones masivas de los derechos humanos que se habían producido durante los diecisiete años del régimen militar y por una política económica rabiosamente neoliberal con durísimos efectos sociales. Era, o así lo percibí, un país gris, triste y, sobre todo, cruel con los más débiles y vulnerables.

Como escribí años después [Chile en la pantalla, 1970-1998, PUV], en la década de los noventa el escenario político chileno se caracterizó por una inequívoca tranquilidad, pero, también, por un incremento de los decepcionados por la democracia. Estos, a los que el historiador Alfredo Riquelme llamó " los electores de nadie" (los que votaron nulo en las elecciones), subieron hasta el 18 por ciento entre los inscritos en el censo. Esta desafección en cuanto a la participación democrática tuvo, lógicamente, diversas causas. Por un lado, la autocomplaciente actitud de los dos gobiernos de la Concertación, que hicieron alarde de sus innegables logros económicos (la reducción de los parámetros de pobreza y los elevados niveles de crecimiento), pero que eludieron cualquier atisbo de autocrítica. Por otra, el inmovilismo político del país y la creciente despolitización de amplios sectores de la ciudadanía: aquellos a quienes el sociólogo Tomás Moulian denominó "ciudadanos weekend" y "ciudadanos credit card", dos modelos conservadores, instalados en el individualismo y el consumismo, muy funcionales en el Chile de estos años.

Sin embargo, toda la responsabilidad de las debilidades democráticas no se puede cargar en la cuenta del centro y de la izquierda reformista chilena que gobernaron tras la dictadura. El sociólogo Juan Enrique Vega se preguntaba a finales de la década de los noventa si existía una derecha democrática en Chile. Vega fue muy contundente en su valoración. Enfatizó el hecho de que mientras los partidos progresistas habían sido autocríticos respecto a sus errores del pasado, -errores que debilitaron el sistema democrático chileno durante el período de la Unidad Popular-, la derecha en ningún momento dio señales de reconocimiento de los errores y los horrores del período de la dictadura.

Esta derecha vivía una aparentemente cómoda esquizofrenia vital. Cosmopolita y mundana en materia económica, era provinciana y casi decimonónica en materia política, y en materia social y cultural. Tan partidarios como confesaban ser de la globalización económica y financiera y de la integración capitalista mundial, se negaban en rotundo a aceptar que no sólo circulan las mercancías, sino que también las ideas viajan y que, además del derecho de propiedad, otros derechos aún más importantes también deben ser protegidos.

Ahora, a finales de 2019, el estallido de protestas y violencia que se ha producido en Chile, al que estamos asistiendo estos días, es el resultado de aquellos treinta años a los que se alude en la consigna que encabeza estas líneas. Pronto, el 14 de diciembre, se cumplirán tres décadas de aquellas elecciones de la recuperación de la democracia, tras la cruenta dictadura terrorista de Pinochet. El politólogo Manuel Antonio Garretón calificaría poco después aquella democracia recuperada como una democracia de baja calidad.

El propio Garretón ha tipificado cuatro fases en las dictaduras de seguridad nacional latinoamericanas, un esquema que sirve para la comandada por Pinochet. En la segunda de las fases, la que él llama fundacional, es en la que se pone en marcha lo que se conoce como el modelo chileno. Un nuevo tipo de economía de mercado implantado por la dictadura que significó una ruptura radical con el modelo de desarrollo que había estado vigente antes del golpe del 11 de septiembre de 1973. Se produjo una refundación del país, una revolución capitalista que tendrá enormes repercusiones sobre los diversos planos de la realidad chilena. En términos generales, el programa aplicado durante diecisiete años de dictadura significó la híperapertura de la economía al capital internacional, la reorientación de la producción hacia el mercado mundial y la adopción de un enfoque de libre empresa mediante la masiva privatización de los medios de producción, paralela a una drástica reducción de los gastos públicos.

Ahora, los analistas se apresuran a explicar qué está pasando estos días en el país andino; cómo es que se ha producido un estallido como el que se está desarrollando en Chile.

Son seis los problemas que los especialistas citan a estas alturas: el sistema de pensiones de capitalización privada, que implica miseria para la mayoría de los jubilados; un sistema de salud dual y de muy distinta calidad según el status social de los ciudadanos; los déficits de todo tipo en el transporte en ciudades tan extensas como Santiago; los graves problemas en el sector de la educación, en el que se potencian los condicionantes de clase de los estudiantes; las privatizaciones de servicios básicos como el agua, absolutamente insoportables; y un largo listado de abusos y corrupción que afecta a la mayoría de las instituciones chilenas, desde los partidos políticos a los militares o a Carabineros de Chile, la policía militarizada.

Aunque ha rectificado y balbuceó una especie de tímida disculpa, nunca podrá olvidarse el diagnóstico inicial que el actual presidente Sebastián Piñera hizo en una comparecencia ante la prensa: "Estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia sin límite, incluso cuando signifique la pérdida de vidas humanas, con el único propósito de producir el mayor daño posible". Unas declaraciones que responsabilizaban a los que protestaban al igual que la dictadura de los años setenta y ochenta hablaba del "enemigo interior", o de los "comunistas infiltrados al servicio de Moscú", que no tenían más objetivo que “convertir a Chile en una nueva Cuba”.

Es imposible no enlazar esta intervención de Sebastián Piñera con otra muy conocida de Augusto Pinochet en 1985, durante la conmemoración del golpe de 1973.

El general se dirigía a un público entregado en una magna concentración que quería conectar la independencia del país, en 1810, con el inicio del régimen militar, en 1973. El general, con su inconfundible prosodia, elevó mucho la voz para decir: "el único país del mundo, el único que puede levantar la cabeza, que puede decir que sacamos a los cuba ... [Ha sido un lapsus y rectifica], los comunistas de aquí, somos nosotros". A continuación, como en él era habitual, comenzó a dialogar de manera retórica con los asistentes: "Pero, un momentito, ustedes dirán, pero bueno ... ¿por qué nos trae todo esto? [Elevó el tono aún más; su voz se hizo más aguda, casi histriónica] ¡Lo traigo para despertarlos, señores! ¡Para que piensen que estamos en una guerra! ¡Que no se ha acabado la guerra! ¡Que estamos luchando diariamente!".

Han pasado treinta años, efectivamente, desde que se recuperó la democracia en Chile. Pero, en buena medida las reclamaciones de la sociedad chilena de hoy son resultado de aquella fase fundacional, de aquella revolución capitalista en la que el mercado se convirtió en la medida de todas las cosas.

La democracia chilena ha continuado teniendo una eficacia social muy discutible. Se han mejorado parámetros de pobreza respecto de los existentes cuando Pinochet fue obligado a abandonar La Moneda, por el resultado del Plebiscito de 1988, pero la desigualdad interna de la sociedad es hiriente. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el 1% más rico del país se quedó con el 26,5% de la riqueza en 2017, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos accedieron sólo a 2,1% de la riqueza neta de Chile.

La chispa de la subida de las tarifas del transporte -los 30 pesos- encendió en llamas el país, pero lo hizo de manera relativamente gradual en cuanto a los niveles de violencia y rabia. El gobierno de Piñera, con su alusión a la guerra interna, no sólo recordó a Pinochet, sino que respondió con la misma lógica de la dictadura: con excusas tecnocráticas y con represión. El número de muertos, heridos y detenidos es espeluznante, y obliga a atender a una variable importante: la violencia latente en la sociedad chilena.

Es muy difícil entender -al menos desde lejos- la extrema violencia de los soldados chilenos -muchachos que no son profesionales de la milicia ni, todavía menos, del orden público- hacia la población desarmada. Hay una ingente cantidad de imágenes que evidencian que han actuado como una especie de ejército de ocupación deseoso de sembrar el pánico entre los civiles del país invadido. ¿De dónde viene esta violencia que hace que un simple soldado dispare a quemarropa contra un joven estudiante desarmado y con las manos en alto? ¿Cómo explicar que un pelotón de soldados dispare a discreción sobre personas que huyen asustadas por haber desobedecido el toque de queda? ¿Qué significa que una camioneta de Carabineros de Chile, a toda velocidad, lance el cuerpo de una persona -¿viva o muerta?- por el portón trasero?

A estas alturas, cuando la cifra de víctimas mortales por la violencia de las fuerzas de seguridad del Estado está casi en las dos decenas, ¿cómo explicar que en el que parecía el país más estable de América Latina haya habido un estallido de sangre, miedo y lágrimas de las dimensiones que estamos conociendo?

No es sencillo de entender la coyuntura actual de Chile. Pero, parece evidente que lo que hay detrás de esta es una serie de problemas estructurales que el país arrastra, al menos, desde hace tres décadas. Es por eso que resulta tan expresiva como acertada esa sentencia que encabeza estas líneas: No es por 30 pesos, es por 30 años.

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