Desde siempre ha habido en España diferencias entre la izquierda y la derecha a la hora de abordar cualquier asunto relativo a la América Latina. Desde la misma forma de denominar a aquella región. Mientras que la derecha, el conservadurismo español, gustaba y gusta de hablar de Hispanoamérica, la izquierda, el progresismo español, gustaba más de hablar de Iberoamérica ya desde el siglo XIX, aunque más recientemente ha asumido que debe denominar a la región Latinoamérica o América Latina.
El bloque conservador se ha mantenido en unas posiciones que conectaban el Imperio en el que no se ponía el sol, la llamada evangelización y la lengua española como elementos fundantes de aquellas tierras con sus gentes. Siempre ha hablado de la gesta de los conquistadores, hasta el punto que el joven líder del Partido Popular, Pablo Casado, ha rechazado la idea de que España colonizara América y ha ensalzado, desde su frecuente grandilocuencia, la "grandeza" de España, afirmando que "Nosotros no colonizábamos, lo que hacíamos era tener una España más grande". En esta longitud de onda, todavía puede encontrarse a quienes desde el continente americano hablan de España como la Madre Patria, aunque sea esta una fórmula cada vez menos usual. En ese marco mental hay que interpretar el llamativo éxito de ventas de algún libro que defiende de forma tan agresiva como poco fundamentada ese “engrandecimiento”, supuestamente atacado por una leyenda negra promovida por “los ancestrales enemigos de España”. El bloque progresista se ha mostrado siempre, no es ninguna sorpresa, mucho más plural, menos homogéneo que el conservador. No solo asumió el concepto de Iberoamérica con el afán de incluir a Brasil y la lengua portuguesa, sino que aceptó sin problemas el de América Latina que es el que, influencia francesa mediante, adoptaron la mayor parte de los naturales de las tierras al sur del Río Grande. A partir de esta posición común, la izquierda, la reformista y la que es más aguerrida, han tendido a sostener una idealización muy acrítica de lo que ha sido la historia reciente de América Latina, entendiendo por tal la que transcurre desde la victoria de los revolucionarios cubanos a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. La izquierda española ha quedado anclada en clichés de los años sesenta y setenta, y la constatación reiterada e indiscutible de que el subcontinente americano es la región más injusta y más desigual del planeta, unido a la violencia extrema que ha padecido –incluyendo Terrorismo de Estado y violaciones apocalípticas de los derechos humanos- ha conformado una imagen dual y bastante maniquea de la América Latina del siglo XXI, muy parecida a la vigente durante las décadas finales del siglo XX. Las tierras que van desde la frontera sur de los Estados Unidos hasta la Tierra del Fuego constituyen, a ojos de una buena parte de las izquierdas españolas una tierra de insurgencia, una tierra en la que todavía son posibles las utopías emancipadoras, los sueños de una transformación radical que acabe de raíz con la injusticia y la desigualdad hirientes de aquellas tierras. La escritora chilena Marcela Serrano, en declaraciones motivadas por la edición de una de sus
novelas, ambientada en el Chiapas de los tiempos del Subcomandante Marcos, afirmaba en 2001: “En alguna parte de su subconsciente, los extranjeros [y los españoles de izquierdas entre los primeros] siempre buscan respuestas en América Latina. Creo que tiene que ver con la orfandad revolucionaria, con la posibilidad de creer que las utopías aún son posibles”. Derechas e izquierdas españolas se han enzarzado con vehemencia en el ataque a sus antagonistas ideológicos americanos y en la defensa cerrada de aquellos a quienes consideran sus afines. No solo los franquistas, también sus herederos actuales se mostraron y muestran siempre benevolentes ante las tropelías represivas de sus amigos latinoamericanos, como se hizo evidente, por ejemplo, cuando el general Pinochet fue detenido en Londres por orden del Juez Baltasar Garzón desde la Audiencia Nacional. O más recientemente con la expulsión del poder de Evo Morales en Bolivia. En paralelo, han sido y son extremadamente belicosos contra las opciones de gobierno vinculadas al populismo de izquierdas, como por ejemplo el que representa el bolivarianismo o, con mayor solera, el marco ideológico que puede conectarse con el castrismo cubano, incluso ahora que ambos viven sus horas más bajas. Las izquierdas, por defecto, simpatizan y se identifican con aquellos que las derechas denigran de forma que, en ocasiones, resulta hasta grotesca por desmesurada y carente de base empírica con la que los conservadores sustentan tamaña descalificación. Con frecuencia y, quizá como efecto inducido, la defensa que las izquierdas hispanas realizan en beneficio de aquellos quienes enarbolan la bandera de la igualdad y de la justicia social se hace de forma completamente acrítica, de manera que la ética ciega a la analítica. Defender el régimen de Daniel Ortega, el sandinista reconvertido en tirano, como negar que el sistema cubano está obsoleto y es irreparable, o cerrar los ojos ante la degeneración del bolivarianismo que impulsó Hugo Chávez, son expresiones de esa obcecación en negar la realidad, en refugiarse en los recuerdos de los viejos buenos tiempos o, sencillamente, dar por buenos los discursos siempre auto exculpatorios de los líderes de la izquierda llamada bolivariana. Alberto Garzón, joven y flamante ministro de consumo en el reciente gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, comunista militante, borró hace pocas fechas un tweet de 2012 en el que decía, literalmente, “El único país cuyo modelo de consumo es sostenible y tiene un desarrollo humano alto es… Cuba”. Demasiada ideología y poca información concreta la del economista Garzón. Efectivamente, Cuba figura en la lista de países según el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de 2018 en el puesto 73 del segundo pelotón de estados, el que Naciones Unidas etiqueta como países de Desarrollo Humano Alto. Cuba se encuentra por delante de, por ejemplo, México (74) y Brasil (79); no obstante, está por detrás de Irán (60), Costa Rica (63) o Albania (68). En el primer pelotón, no obstante, hay cincuenta y nueve países, encabezados por Noruega, con España en el lugar 26, Chile (44), Argentina (46) o Uruguay (55). Así pues, cuando el joven ministro afirma que Cuba tiene un desarrollo humano
alto técnicamente no miente, pues así lo clasifica el PNUD, pero la etiqueta induce a engaño si no se advierte que hay seis decenas de países que tienen un IDH Muy Alto, lo que obliga a matizar la rotunda afirmación del joven líder de Izquierda Unida. Ahora bien, lo del “modelo de consumo sostenible” entra ya en el apartado del humor negro. Los cubanos de a pie llevan a estas alturas sesenta años con una cartilla de racionamiento que apenas permite sobrevivir a la población una parte del mes. Es cierto que el endurecimiento del embargo norteamericano decretado por Donald Trump ha empeorado la situación de Cuba, pero Alberto Garzón no es más que un ejemplo de como buena parte de las izquierdas españolas se niegan a aceptar algo que desde el análisis histórico se ha escrito hace veinte años: que la revolución social experimentada por Cuba desde 1959 fracasó de manera definitiva cuando desapareció la Unión Soviética. Las recientes tribulaciones de otro ministro del gobierno de Pedro Sánchez, José Luis Ábalos, han sido de pronóstico reservado tras saberse que se había reunido secretamente con la vicepresidenta de Venezuela, Delcy Rodríguez, en el aeropuerto de Barajas. La lugarteniente de Nicolás Maduro tiene prohibida la entrada en el territorio de la Unión Europea. El encuentro entre el ministro español y la dirigente bolivariana se ha convertido en un motivo a partir del cual las derechas han atacado con la desmesura que acostumbran al novísimo e inexperto gobierno de Sánchez. Primero se negó tal encuentro, pero pronto llegó el sainete de las matizaciones, las aclaraciones y las argumentaciones en cuanto al dónde y el cuánto de la reunión entre Ábalos y Rodríguez. Se especula a propósito de una supuesta intención del régimen de Nicolás Maduro por generar un grave incidente diplomático con España, con la intención de desviar la atención sobre los gravísimos problemas internos del país. El suceso, en esta lógica, habría sido el origen de que Ábalos fuera el encargado de abortarlo. En cualquier caso, estamos ante un problema absolutamente menor magnificado por las derechas aunque torpemente defendido por el gobierno. La coincidencia de este desagradable asunto con la visita de Juan Guaidó, el autoproclamado presidente de Venezuela, reconocido por la Unión Europea y de manera explícita por España y el gobierno de Pedro Sánchez, ha servido para hacer explícitas todas las costuras que presentan los usos políticos y partidarios confrontados de América Latina entre las derechas y las izquierdas. El PP, con Vox i Ciudadanos haciéndole los coros, se refiere al actual gobierno como una “coalición social-comunista y bolivariana”, en la explotación de una veta que descubrió hace años para intentar desacreditar a Podemos: la de una supuesta financiación ilegal de este partido procedente de Caracas. Aunque los tribunales, hasta el Supremo, han desechado en repetidas ocasiones las acusaciones de los conservadores, ellos siguen erre que erre con sus aspavientos. Venezuela aparece en el escenario político español cada vez que las derechas consideran que es oportuno para sus intereses. Se la usa como arma de
agresión, de desgaste del gobierno y de la figura de Pedro Sánchez, al que pintan ahora como subordinado a los designios perversos de su socio Pablo Iglesias. Las derechas hispánicas nunca han sabido perder cuando las urnas y la aritmética parlamentaria les han sido desfavorables, y su respuesta siempre ha pasado por deslegitimar la victoria de sus adversarios. Las relaciones entre el gobierno de Madrid y los de las distintas repúblicas latinoamericanas son con frecuencia munición artillera para esas derechas desbancadas del poder que creen les pertenece por derecho natural. El reciente incidente en La Paz, cuando diplomáticos y policías españoles acudieron a no se sabe qué a la embajada de México, es una prueba más de que no conocen límites a la hora de atacar al gobierno de Pedro Sánchez. Sin que se hayan explicado las razones, el presidente español no recibió a Juan Guaidó en su recientísima visita, quien solo pudo entrevistarse con la nueva ministra de asuntos exteriores, Arancha González Laya. El PP y las otras derechas recibieron a Guaidó en Madrid, en el Ayuntamiento y en la Comunidad, como un auténtico jefe de Estado, con todo tipo de honores y agasajos, entrando en un terreno de las relaciones internacionales tradicionalmente reservado al gobierno central. En esta teatralización, nada más faltaba que el desgraciado episodio entre Ábalos y Delcy Rodríguez, unido a la más que torpe política de comunicación del gobierno de Sánchez. Ni se ha explicado bien lo ocurrido en Barajas, ni porqué Sánchez no recibió a Juan Guaidó, a quien reconoció de forma discutible hace unos meses. En teoría, España puede o no reconocer a un gobierno, pero no tanto a un presidente auto designado. En cualquier caso, son asuntos que mezclan variables y planos de la realidad al antojo de quienes pretenden obtener réditos políticos partidarios de cualquier situación que lo permita. Seguimos, pues, como siempre. Las derechas con fuego graneado sobre todo lo que se mueve a contrapelo de sus intereses en relación con América Latina. Y las izquierdas, confundiendo deseos y realidad, aquejadas de su incapacidad para superar sus mitos trasnochados, negándose a llamar a las cosas por su nombre cuando supuestos gobiernos de izquierda se ven desnudados por su incapacidad y por su facilidad para, incluso, recurrir a la violencia para reprimir a sus opositores. Nada nuevo, pues. En España continuamos instalados en la lógica perversa del abuso.