De Gran Bretaña a Colombia, de Cataluña a Canadá.
Dicen los que entienden que, por lo que al Brexit respecta, es ahora cuando empieza lo realmente difícil. A partir del momento en el que la Unión Europea y el gobierno de Su Graciosa Majestad Británica han de resolver todos los aspectos concretos del divorcio.
No obstante, desde el punto de vista político, esa controvertida separación presenta algunos aspectos que dan para mucho en cuanto al cómo se ha llegado a esa salida de los británicos. El cómo en democracia siempre es relevante, tanto más cuando el debate interno polarizó las posiciones de partidarios y detractores hasta convertirlas en irreconciliables.
Se efectuó un referéndum, que arrojó un resultado muy ajustado: 51.9 por ciento a favor del abandono de la UE contra un 48,1 por ciento en contra, con una participación del 72,2 de los electores. Por parte de aquellos que querían la salida se dijo que había sido un resultado concluyente; mientras que los derrotados insistían en las mentiras y la manipulación que habían confundido o engañado a parte de los votantes a favor de abandonar la Unión. No obstante, tras la dimisión forzada de Theresa May, el Tory Party designó como sucesor a Boris Johnson, y este revalidó la posición favorable de los Tories a la salida con una indiscutible victoria electoral.
Podría argumentarse, por lo tanto, que el resultado del referéndum ha sido confirmado por los británicos con unas elecciones en la que aquellos que se oponían a la salida del marco europeo han sido clara y ampliamente derrotados.
No participo de esa visión. Creo que, sin negar que quienes sostienen ese argumento tienen parte de razón, el referéndum fue determinante y, a partir de él, desde 2016, el debate ya no fue si era conveniente o no para Gran Bretaña estar dentro o fuera de la UE, sino si el mandato soberano de los británicos era salir de la Unión sí o sí, con acuerdo o sin él, o si era necesario un segundo referéndum.
Mi posición sobre el tema es que un único referéndum por mayoría simple no es suficiente cuando una sociedad democrática avanzada tiene que decidir sobre un asunto capital, de enorme complejidad, y tiene que hacerlo en un contexto completamente polarizado, en el que el debate interno se ha convertido en una confrontación que ha simplificado hasta la caricatura las opciones a debate. Ignacio Sánchez-Cuenca publicó hace unos días en Infolibre.com un artículo titulado “Una (ligera) envidia”, en el que con la claridad y la solidez que acostumbra decía que “la política británica, pese al caos de estos años, ha vuelto a demostrar su fuerte raigambre democrática”. Y añadía: “Aunque, en lo personal, esté más próximo a los defensores de la permanencia, no puedo dejar de sentir una (ligera) envidia por cómo el sistema político británico ha afrontado el problema”.
Sánchez-Cuenca advertía al difundirlo en FB que su artículo “disgustará a la mayoría”. En absoluto en mi caso, así que cuando compartí la pieza en la misma
red social, añadí el siguiente comentario: “No creo estar completamente de acuerdo, esta vez, con todo el razonamiento de Sánchez-Cuenca. Pero no me disgusta en absoluto. Lo que pasa es que, a pesar de valorar la solidez de la democracia británica, creo que se han vulnerado algunos principios básicos de una ética elemental con la que los partidarios del Brexit -no sólo, pero sí principalmente- han conducido su actuación. En cuanto a las mayorías más o menos cualificadas creo que es un tema lacerante, y que las reglas del juego deben establecerse con claridad antes de comenzar la partida. Ahora bien, me parece evidente que ante un asunto que fractura a la sociedad por la mitad, no podemos -creo- tomar decisiones a partir de una mayoría simple”.
Ignacio Sánchez-Cuenca tuvo la gentileza de responder a mi comentario con otro en el que escribió: “estoy de acuerdo en que las reglas hay que pelearlas de antemano, no lamentarse después. Los partidarios del remain estaban tan convencidos de ganar que no se preocuparon por este asunto. En publicaciones y artículos he defendido que, ante decisiones cruciales con consecuencias de largo plazo, el criterio más equilibrado en un referéndum debería ser la mayoría simple del censo electoral, no de los votantes. Que al menos la mitad de los ciudadanos (no de los electores) quiera el cambio”.
En mi respuesta, que ahora considero excesivamente larga, fue: “Comparto en buena parte lo que escribiste en Infolibre, y todavía más la aportación que has apuntado ahora. La mitad de los electores, y no la de los votantes, es un requisito que me resulta tranquilizador. No obstante, sigue habiendo aspectos que me preocupan cuando tenemos que resolver, optar entre dos opciones tan complejas como antagónicas. El Brexit es un ejemplo perfecto de lo que digo, y todos tenemos otros más o menos semejantes en la mente.
¿Es suficiente con una única foto fija de la opinión del electorado en un momento concreto para optar por la opción A o la opción B? Casi me resulta una propuesta más propia de una democracia asamblearia que de una de representación. Si volvemos al Brexit, coincidiremos en que los británicos han tomado una decisión -o dos, si contabilizamos el referéndum y las últimas elecciones- de mucho recorrido, que tendrá efectos a medio y largo plazo. Pero el asunto se ha dilucidado en un escenario híper polarizado y sembrado de medias verdades y de mentiras enteras en el que -en mi modesta opinión- se han impuesto los miedos actuales (la inmigración, la interdependencia de los estados, etc.), los clichés y la nostalgia de algunos, de muchos, por los buenos viejos e idealizados tiempos del Imperio Británico.
Como sabemos los aficionados al fútbol en estos días, las eliminatorias a un solo partido dan emoción a la competición y, en ocasiones, arrojan resultados inesperados. Pero una cosa es el fútbol y otra la política con mayúscula. Es por eso que me inclino porque decisiones de gran transcendencia sean tomadas por mayorías del tipo que propones, pero que se haga de forma reiterada, a doble partido por lo menos. Es la única forma que se me ocurre para que el elector decida desde el convencimiento y no desde la respuesta coyuntural más o menos emotiva”.
Concluí la respuesta a Ignacio Sánchez-Cuenca comprometiéndome a darle un par de vueltas más al asunto, y aquí estoy.
El tema, evidentemente, es largo y enjundioso, así que solo aportaré dos reflexiones en torno a otros tantos asuntos que conecto con el debate anterior: uno, el plebiscito en el que en Colombia se votó y rechazó el acuerdo de paz firmado entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC; dos, el discutible escenario que proponen los separatistas, de votar a favor o en contra de proclamar la República catalana, a la luz de lo ocurrido en el Quebec, tras los referéndums de 1980 y 1995. El plebiscito de Colombia. Escribí sobre él en octubre de 2016: “Cuando parecía seguro que los colombianos cerrarían una larguísima etapa de violencia política, tras cincuenta y dos años de guerra, el resultado arrojó un ajustadísimo 49.79 por ciento de partidarios de aceptar lo acordado en La Habana, contra un 50.21 de contrarios a hacerlo”. Pareció que los colombianos dijeron No al acuerdo de paz, tras medio siglo en guerra interna. No obstante, había votado tan solo el 37.44 por ciento de los que tenían derecho a voto, es decir que de los casi 35 millones de censados dentro y fuera del país, escasos trece millones se acercaron a las urnas; mientras que más de 21 millones no lo hicieron. En aquella pieza, arriesgaba una hipótesis: “Quizá una buena parte de los colombianos que votó NO y, todavía más, muchos de los que no votaron, expresaron su disconformidad con unos líderes partidarios que no han estado a la altura de lo que el país necesita, y que además de utilizarlos en sus particulares luchas de poder, no han hecho sino trasladar a los ciudadanos una buena parte de las responsabilidades que ellos debieran de haber asumido y desarrollado antes, mucho antes de convocar a la gente a las urnas”.
La propuesta de plebiscito en Cataluña. Desde las filas independentistas se argumenta, a mi juicio con razón, que habría que conocer cuál es la posición de la ciudadanía de Cataluña en cuanto al encaje o no de esta en la España actual, agotado como está el marco definido en la Constitución de 1978, que es rechazado, como evidencian los reiterados resultados electorales, por la mitad de los catalanes. La polarización es máxima. El país se ha dividido en dos mitades claramente opuestas, lo que se hace evidente en el terreno de la política partidaria, dentro y fuera de Cataluña, y también en el seno de la sociedad catalana. ¿Sería operativo y pertinente realizar un referéndum concluyente en el que se preguntara a los catalanes lo que se les preguntó a los británicos respecto a la permanencia en la Unión Europea? Creo que no. Y lo creo por las razones que ya he expuesto más arriba: porque estoy convencido de que decisiones de gran transcendencia han de ser tomadas con mayorías muy cualificadas (la de los electores y no la de los votantes, como dice Sánchez-Cuenca), desde el convencimiento pleno e informado y no desde la respuesta coyuntural más o menos emotiva.
No avanzaríamos mucho si en esa consulta ganaba el Sí o el No por un margen próximo a esas cifras que hablan de dos mitades enfrentadas en una y otra posición. Si la diferencia en un sentido u otro resulta tan corta, nadie podría
afirmar que el resultado sería lo suficientemente concluyente como para zanjar de una vez y para siempre el debate. De esto saben mucho en Canadá, y aquí se ha hablado y se hablará sobre la llamada Vía Canadiense. Esta expresión, como escribía Adrian Shubert en septiembre de 2017, hace referencia a la Ley de Claridad que aprobó el Parlamento canadiense en el 2000.
Lo explicaba muy bien Shubert, y debiera ser leído con mucha atención por partidarios y detractores de la independencia de Cataluña. La ley fue consecuencia del referéndum de 1995 en Quebec –el segundo tras el celebrado en 1980-, en el que con una participación del 93,52 por ciento los separatistas perdieron por un margen insignificante, 50,58 frente a 49,42, una diferencia de 55.000 votos entre los 4.7 millones de electores. El referéndum lo había convocado el Gobierno de la provincia, del Parti Québécois, y la pregunta que se hizo a los quebequeses —y solo a ellos— era: “¿Está usted de acuerdo en que Quebec se convierta en un país soberano después de haber ofrecido formalmente a Canadá una nueva asociación económica y política en el ámbito del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y el acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?”
Tras el ajustadísimo resultado, el Gobierno federal remitió la cuestión al Tribunal Supremo de Canadá, que dictó un fallo unánime en 1998. En su sentencia, el tribunal estableció qué: a) una declaración unilateral de independencia violaría tanto la Constitución de Canadá como las leyes internacionales; b) que una mayoría clara de los secesionistas, a partir de una pregunta clara, le conferiría una inequívoca legitimidad democrática a la iniciativa de secesión; c) que si eso ocurría, sería obligado que el Gobierno federal y las demás provincias entablasen negociaciones con Quebec, en las que sería necesario conciliar los derechos y obligaciones de la población de Quebec y los de todos los canadienses.
El Tribunal también dijo que definir lo que constituiría “una mayoría clara” era algo que habían de establecer los políticos y no los jueces. Tras este fallo, el Gobierno federal presentó la llamada Ley de Claridad, que –como hemos apuntado- entró en vigor en junio de 2000.
Así pues, a la vista de los resultados de este pequeño ejercicio de historia comparada, en el que hemos ido de Gran Bretaña a Colombia y de Cataluña a Canadá, me inclino a recordar, por si se nos olvida, que los problemas complejos no tienen soluciones fáciles, y que, en materia de plebiscitos, cuando los políticos no saben resolver los problemas la tentación de pasar la patata caliente a los ciudadanos entraña unos riesgos que pueden resultar excesivos.
Así pues, para decisiones de gran calado, son imprescindibles mayorías contundentes a preguntas claras que, en cualquier caso, cuando se produzca un resultado en uno u otro sentido, obligarán a quienes deban gestionarlo a conciliar los derechos y los deberes de todos los afectados.