A lo largo de la pandemia se ha conformado una serie abundante de posibles escenarios sociales que surgirían como consecuencia de este virus. Se plantean desde distintas perspectivas políticas e ideológicas; apuntan a diversas formas de reconfiguración, ya sea del ejercicio del poder, de los modos de control social, de las relaciones personales, etcétera.
Se dice que nada será como antes y no podría serlo. Nadie lo sabe y menos aun se puede delinear si eventualmente ese nuevo entorno será mejor o no. En muchos casos, en la nueva prédica, se puede reconocer lo que se pensaba de antemano, cuando no había irrumpido el virus. Como si la pandemia reivindicara esas presunciones.
La noción del futuro que podemos tener está cargada de concepciones del pasado, sin admitir que existen discontinuidades. Hay ideas que ya han caducado. No hay vaticinios que sean valederos; el de profeta es un oficio delicado, práctica que no debe abusar so pena de ser irrelevante. La configuración de lo venidero se está gestando a diario en las decisiones que se toman en las arenas pública y privada.
Tal vez distopías, como las planteadas por Orwell y Huxley, entre otros, sean una forma adecuada de aproximarse a esta situación. Después de todo no han fallado por mucho en las visiones que ofrecieron. En todo se advierten los residuos de ideas ya concebidas antes y durante la globalización.
Se celebra el resurgimiento del populismo, que utiliza la pandemia para reforzarse, junto con un resucitado nacionalismo radicalizado, que a veces se parece más a un provincialismo sin horizontes. Ambos se cultivan con crecientes ánimos, en una suerte de variaciones sobre un mismo tema, como si hubiera amnesia histórica.
Se proclama, en ocasiones, que el autoritarismo lleva una ventaja y así se embiste en contra de la democracia, valor cultural, ciertamente imperfecto, que no debería ponerse en riesgo.
Se han restringido las libertades individuales en aras de combatir el virus. En muchos casos se ha impuesto la coerción de tipo policiaco. De tal manera la tentación anarquista puede ser grande, como puede verse ya en algunos países. La creciente fragilidad social, que se ha ido creando durante décadas y que se ha exacerbado de modo brutal con la pandemia, alienta el cuestionamiento de los regímenes democráticos y muchos políticos y grupos de poder lo explotan en su favor, como no podría ser de otra manera.
Pero está, asimismo, la realidad ineludible de la desigualdad, que hace imposible para muchos confinarse y cargan con consecuencias muy graves y onerosas. La pandemia no es equitativa.
En todo caso, cualquier escenario social que vaya surgiendo ahora requiere una base material para superar la afectación económica. Deben satisfacerse las necesidades de la población, que se han acumulado en semanas recientes, recrear la ocupación y generar ingresos. No sólo de pan vive el hombre, pero necesita de pan para vivir. Esto no puede quedar fuera de ningún postulado político, no puede faltar en un plan económico de reactivación ni puede omitirse de ninguna premisa de índole moral.
Se sabe que las fuerzas del mercado no consiguen crear ajustes que generen equilibrios en la producción y el empleo, que no logran elevar el nivel de bienestar de una parte grande de la población y que la desigualdad es un fenómeno extendido y creciente, que el sistema de los precios no asigna eficientemente los recursos. Entonces, no puede pensarse que la reactivación económica que ya se promueve, aun estando en medio de la pandemia, se conseguirá sin intervenciones decisivas de parte del gobierno y también con los recursos privados, los pequeños que se han dañado mucho y los grandes.
La pandemia ha provocado un daño económico muy severo. En este caso, ningún escenario que se formule sobre este asunto puede pretender siquiera en ninguna parte que las cosas serán como antes. Ese daño se expresa en muchas dimensiones. Las decisiones de corte general son clave para conseguir una recuperación, pero lo son aun más las de naturaleza específica para que se puedan rehacer las bases de la vida cotidiana, la salud perdida, los patrimonios maltrechos, los inventarios liquidados, recrear cierto nivel de bienestar.
El daño provocado por la pandemia ya está hecho y tiende a crecer. La ocupación informal va a aumentar, el empleo formal se contraerá fuertemente, igual que las inversiones.
No hay en ninguna parte un conjunto de medidas de política pública que consiga sobrepasar sin fricciones el impacto adverso del virus en la actividad económica, sobre todo en el ingreso de las familias; recrearlo mediante el trabajo es prioritario.