top of page

Ah, la vida

Diario de un reportero

Lo más probable es que el primer difunto que ví haya pasado frente a mi casa una noche, porque de día uno no se daba cuenta. En las noches, cuando la gente salía a sentarse a platicar en la banqueta para sentir el fresco, se veían a lo lejos las luces – lámparas, velas – de los que venían cargando el catre con el cadáver o el herido o el enfermo, navegando como podían las piedras de la calle, y las conversaciones se apagaban hasta que la procesión se perdía rumbo al hospital, a la vuelta del parque.

Morirse era algo que les pasaba a otros hasta el día de enero del sesenta y cuatro en que murió mamá Anita, mi bisabuela. La velaron en el cuarto donde después dormí cuando iba a la secundaria, y ví fugazmente su rostro apacible, apenas manchado por la nicotina de los cigarros de tabaco bronco que aprendió a fumar desde niña para ahuyentar a los moscos. Esa fue la primera vez que pensé en la fragilidad de la vida, aunque no haya usado esas palabras.

Mi abuela ponía un altar chiquito en una esquina de la sala cuando vivíamos en la casa vieja, y luego lo puso en el cuarto de mi abuelo. Era una ofrenda modesta para los modestos antojos de los difuntos: un trago de algo, unos cajetilla de Alas Azules, una bola de chile, una bola de masa en una taza de atole agrio o champurrado, tal vez una cerveza, pan de huevo, naranjas.

Lo que nunca ví fueron las calaveras que ahora se han puesto de moda. Años después, cuando viví en Aguascalientes, me enteré de que José Guadalupe Posada creó la Calavera Catrina para reírse de los mexicanos que soñaban con adoptar tradiciones aristocráticas europeas de antes de la revolución. El folleto que publicó Posada con su calavera describe a quienes estaban avergonzados de su origen indígena y se vestían como franceses para parecerse a ellos.

Había calaveras de azúcar y calaveras en verso (versos propiamente dichos, medidos y rimados, no los ripios pedestres que se publican ahora como si tuvieran algún mérito), pero nada más. A nadie se ocurría disfrazarse de nada, porque las cosas de los difuntos son serias aunque no sean necesariamente tristes.

La moda de las calaveras desorbitadas desfilando en las calles nació hace cinco años con una película de James Bond, y aunque ha mostrado la riqueza creativa de los mexicanos está lejos de ser una tradición (costumbres que se pasan de padres a hijos). En fin, nada – ni las tradiciones – es para siempre.

El año que viene, y el que vendrá después y luego en otros años, uno se sentará a pensar en los difuntos y a celebrar sus vidas. Tal vez habrá quien reflexione sobre los noventa y tantos mil muertos por covid-19 en México (cinco mil en Veracruz), y en el millón y cuarto de personas que han perdido la vida en el mundo hasta este jueves.

Pero muchos no quieren darse cuenta del enorme peligro. En Europa ha habido manifestaciones de una minoría que sostiene que sus derechos (no saben explicar cuáles) han sido violentados por los confinamientos de antes y de ahora,

y se rehúsa a ver que la nueva ola de contagios se debe precisamente a que muchísimos pensaron que ya no había peligro y volvieron a lo de antes: fiestas, cenas colectivas en restaurantes, vuelos aquí y allá, vacaciones, tragos con los amigos en bares atestados. Como si no pasara nada.

Lo ideal sería que pensaran ahora en los muertos y en los vivos, antes de que fallezcan más. Hay que entender que lo cotidiano ya no es como antes, y que es peligroso ir a fiestas y a peregrinaciones, a manifestaciones y a cualquier otro acto público, y que el turismo en este momento es una actividad de alto riesgo.

La vida que conocimos puede ser peligrosa para otros, y no es cosa de esperar a que muera alguien de la familia para entender que la vida es frágil. Ah, la vida

bottom of page