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Maradona y los muertos

Diario de un reportero

Se murió Maradona. Dice Galeano que era un dios sucio, el más humano de los dioses, una síntesis de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, parlanchín, borrachín, tragón, irresponsable, mentiroso, fanfarrón. Pero Galeano también dice que los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean, y por eso Maradona nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama que lo salvó de la miseria lo hizo prisionero. Fue uno de los mejores.

Se muere un futbolista y medio mundo está triste y lleno de lamentos, dice alguien en las redes sociales, pero nadie llora ni se queja de los miles y miles que han perdido la vida por la violencia, por la pandemia, por tantas cosas que sabemos y por tantas más que no conocemos. Pero la muerte siempre es más dura cuanto más cercana, y los medios acercaron las multitudes a Maradona. El resto de nosotros somos números.

No siempre se puede conciliar lo que uno siente ante la muerte de una persona específica con lo que siente uno ante la muerte despersonalizada de muchos, como explicó hace más de un siglo la publicación anarquista The Blast:

Se siente más cuando un niño sin techo se muere de hambre en Nueva York que cuando hay un millón de muertos por la hambruna en China. No es que la distancia disminuya la terrible imagen del horror chino, o de que un sentido de solidaridad nacional nos haga más sensibles ante la muerte del niño. Es que la mente no puede concebir el sufrimiento tan masivo. Sufrir es una cosa tan íntima que sólo se puede explicar desde un punto de vista personal.

Los números nos vuelven anónimos

No cabe duda: millones de personas irán a pasar las fiestas de diciembre con sus familiares, pese a la pandemia. Ante lo inevitable, las autoridades recomiendan – o tendrían que recomendar – que uno se limite a festejar con quienes viven en la misma casa y no visite otras casas, para evitar contagios y consecuencias lamentables. Sobre todo, aconsejan no abusar del suavizamiento de medidas con motivo de las vacaciones de Navidad y fin de año. Pocos harán caso. Como antes, pocos harán caso.

Habrá una tercera ola de la pandemia, o que la de ahora será más larga o más intensa, pese a las vacunas (o gracias a ellas, porque muchos se confiarán en que hay remedio aunque todavía no sepan cuándo estará disponible). Maradona seguirá siendo un dios viejo para quienes no lo olviden. Y morirán otros miles (y decenas de miles y cientos de miles y más) de personas que no conocimos, de rostros que nunca vimos, y cuyas tragedias mínimas y sus alegrías breves no nos hicieron tristes ni felices. Los números nos hacen anónimos.

Desde el balcón

Hace frío. El señor Lopes, concierge del edificio donde vivimos (en español se dice conserje, pero en francés se oye más elegante), pasó el miércoles

trabajando en el árbol de Navidad, un asunto de cuatro o cinco metros de alto ahora lleno de luces anaranjadas que recibe a los que vienen y despide a los que van.

Pero uno va y se sienta en el balcón, mira los árboles que alzan altas ramas sin hojas contra el cielo de la tarde. Hace frío. Y con la brisa helada viene Borges, que por acá vivió y dice entre alejandrinos:

¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa/ conjunción de los astros, en qué secreto día/ que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa/y singular idea de inventar la alegría?/ Con otoños de oro la inventaron. El vino/ fluye rojo a lo largo de las generaciones/ como el río del tiempo y en el arduo camino/ nos prodiga su música, su fuego y sus leones./ En la noche de júbilo o en la jornada adversa/ exalta la alegría o mitiga el espanto/ y el ditirambo nuevo que este día le canto/ otrora lo cantaron el árabe y el persa./ Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia/ como si esta ya fuera ceniza en la memoria.

Así cualquiera..

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