Diario de un reportero
Miguel Molina
La mala noticia es que el mundo arde en más de un sentido, y que el coronavirus no se ha ido, y viaja con cada covidiota de va de aquí para allá, con el cubrebocas en la barbilla, sin vacunarse, como si la vida fuera lo que había sido, y no piensa en la salud de otros. Varios países – México no es la excepción – están divididos por la delgada y profunda línea de la ignorancia y la intransigencia. No hay mucho espacio para el optimismo.
Esta semana, el Panel Intergubernamental de las Naciones Unidas para el Cambio Climático publicó su informe anual sobre el estado del planeta, y en mil trescientas páginas advirtió que la cosa va mal y puede ponerse peor. No me sorprende, porque a estas alturas ya no puede uno sorprenderse
El problema no es nuevo. A finales del siglo XIX, el químico sueco Svante Arrhenius comenzó a calcular cómo se calentaba la superficie del planeta cuando aumentaba la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, pero su estudio no provocó reacciones políticas, aunque hubo generaciones de científicos que siguieron el tema y lo mantuvieron vivo durante ciento veinticinco años hasta que se volvió asunto de urgencia. Gracias a ellos sabemos cómo llegamos a estar como estamos.
Lo que no sabemos es cómo salir de esto. Hay una meta pero no hay un camino, y plantar arbolitos ya no servirá de mucho, ni anunciar planes para que todo sea distinto dentro de veinte o treinta años, cuando el de los compromisos de ahora ya no tenga ni voz ni voto en la cosa pública. Lo que queda claro es que hay que hacer algo ya.
Es hora de hablar sobre el asunto
Es poco probable que los gobiernos de cualquier nivel puedan cambiar su forma de hacer las cosas, que consiste en no hacer las cosas, atorados en marañas de papel de donde nadie sale y en rincones legales a los que nadie se asoma, mientras las industrias contaminan el aire y el agua, y se siguen talando bosques, y el ruido atosiga los sentidos, y sin que nadie lo note la calidad de vida es menos buena, si es que era buena.
Los partidos están ocupados en el trabajo de buscar el poder – y después en el trabajo de conservar el poder –, y no parecen tener el poder de convocatoria para organizar una conversación pública sobre lo necesario y lo posible en esta hora crítica, cuando se necesita tener más y mejor información sobre lo que está pasando y lo que va a pasar.
Nos quedan los grupos de amigos, de vecinos, de padres y madres, de académicos, de gente que se sienta a platicar con un trago o un café a la mano cuando se acaba el día: ellos tendrían que estar hablando del cambio climático, del calentamiento global, de lo que recuerdan los viejos y de lo que saben quienes están enterados de la vaina, de lo que se puede hacer, de lo que hay
que dejar de hacer, de cómo, de cuándo, de cuánto. Es hora de hablar sobre el asunto.
Lo que nos queda es la mitigación, un capítulo viejo en los acuerdos que se fueron firmando en las cumbres sobre cambio climático: a ver cómo nos arreglamos para vivir en un mundo que arde. Aunque no creo que la cosa llegue muy lejos, porque el tamaño de la mitigación depende del mitigado. Mitígate, que yo te ayudaré.
Desde el balcón
Volvió el sol, y uno sale a ver qué, cansado de buscar la lógica de cerrar calles para evitar que la ola de contagios de covid se dispare. La matita de albahaca languidece y reverdece en la mesa amarilla cuando le da la gana, y hay siete chiles nuevos en la planta. No tarda el piano del vecino en romper el silencio ensordecedor de los insectos.
Ahí está. Es una melodía conocida, pero suena tan leve y lejana que no alcanza uno a saber – o imaginar, porque uno no sabe nunca nada – quién compuso esa cosa tal vez regocijada o triste. Nunca sabremos: el piano calla tan de repente como comenzó, a la mitad de una frase. Y uno vuelve a pensar en la lógica de cerrar calles para evitar que la ola de contagios de covid se dispare. Chingao...
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