Diario de un reportero
Miguel Molina
Tan pronto como Twitter y Facebook y Youtube cerraron las cuentas de Donald Trump se abrieron las puertas de las redes sociales y se oyeron voces que advertían sobre el fantasma de la censura y las restricciones a la libertad de expresión en la internet. Es el principio de una ciberdictadura, la muestra de una cibercracia, un golpe de la élite financiera mundial, decían.
Es cuestión de ver. La libertad de expresión es uno de los derechos humanos fundamentales: según el artículo diecinueve de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todos tenemos derecho a opinar y expresarnos libremente, a tener opiniones sin ser molestado, y a buscar, recibir e impartir información e ideas a través de cualquier medio.
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos advierte que el ejercicio de este derecho entraña deberes y responsabilidades especiales, y puede estar sujeto a ciertas restricciones para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, y para proteger la seguridad nacional, el orden público, o la salud o la moral públicas.
En resumen, la libertad de expresión tiene límites. Sería una estupidez creer que ese derecho permite a cualquiera entrar a un cine y gritar que hay un incendio, o declarar una y otra vez sin pruebas que hubo fraude en las elecciones y con ese argumento incitar a una multitud a tomar el Capitolio.
El cierre de la cuenta de Trump, aunque tardío, marcó los límites del discurso político en las redes sociales de Estados Unidos, pero no va a impedir que el todavía presidente use otras herramientas para seguir desinformando, amenazando, azuzando y ofendiendo cada vez que quiera.
Lo que no hay que perder de vista es que Twitter y Facebook y Youtube y las demás empresas que decidieron dejar de ser útiles al todavía presidente son negocios privados que, a fin de cuentas, pueden dar o retirar el servicio a quienes quieran. Y en los casos de Donald Trump y de varios de sus asociados dejaron de querer... No hubo censura ni se coartó la libertad de expresión de nadie.
Habría que ver si en México también se cierran cuentas y canales que no se atengan a lo que dicen los contratos que todos aceptamos pero muy pocos – poquísimos – leen. Quién sabe. Después de todo es período electoral, y el insulto, la mentira y el lodo no conocen límites.
Por lo pronto queda claro que en las redes sociales y en la política somos a la vez los consumidores y la mercancía, y todavía no está claro cómo se puede regular la internet, que es el más amplio de los espacios y el espacio más frágil de nuestro tiempo. Otro día veremos cómo va la ciberdictadura, de qué lado duerme la cibercracia y a qué saben las mandarinas de la élite financiera mundial.
Desde el balcón
Sentado en el balcón, viendo la nieve que cayó el martes, Liz me recordó el mediodía de hace años cuando le pregunté a Georgios Grigorakis si había comido nopales alguna vez. Desde la primera vez que fui a Creta, hace casi veinticinco años (me quedé en el hotel de Georgios y su mamá Nicoleta en Agios Pavlos), vi nopales por todas partes.
No me sorprendió saber que Georgios nunca había comido nopales. "Es comida de chivos", me dijo, abarcando con su mano derecha los cerros llenos de cactos con flores amarillas. Entonces conseguí una penca más o menos joven, le quitamos las espinas, la asamos, y preparamos como pudimos una ensalada con cebolla, queso feta, tomate, orégano y aceite de oliva. No recuerdo si le agregué una pizca de chiltepín. Probaron la ensalada. Al cocinero de Georgios no le gustó. "Es comida de chivos", me dijo.
El día de la nevada nos enteramos en Ginebra por boca de Lola Castro (directora regional del Programa Mundial de Alimentos para el sur de África y los países del Océano Índico) que en Madagascar, donde cinco sequías consecutivas han causado una seria crisis alimentaria, hay un programa para que los malgaches coman los nopales que abundan en su isla y aprovechen los nutrientes que ofrece esta noble planta. El cocinero de Georgios no sabe de lo que se perdió. Ni Georgios.
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