Diario de un reportero
Miguel Molina
Y entonces fueron todos los que fueron al Zócalo, y la política volvió a ser asunto de masas, con cubrebocas o a cara abierta, casi como antes. El discurso fue diferente, aunque para muchos haya sido más de lo mismo, como se encargó de señalar la oposición que hacía esas cosas: ofrecer cambios, prometer paraísos, declarar compromisos, exigir lealtades, descalificar a quienes no están de acuerdo.
Pero al mismo tiempo es difícil no entusiasmarse frente a la oportunidad histórica que representaba la propuesta de un cambio de régimen, como dice Jorge Zepeda Patterson, nadie podría haber sido indiferente a la idea de hacer de México un país justo y nadie podría haber pensado que la inconformidad llegaría a tanto. Y las cosas empezaron a cambiar, aunque el cambio no haya sido como otros esperaban.
La crítica de oposición se apropió de temas que había despreciado o combatido cuando era gobierno. Y la crítica de izquierda – para citar de nuevo a Zepeda Patterson – eligió el silencio y sigue así. Lo que preocupa es que dejar que "todo gire en torno a la voluntad de una persona es reducir un proyecto social de muchos, una esperanza de todos, a las fobias y las filias de un solo hombre". Y México es mucho más que eso.
Mal preparados para lo peor
En Berlín, Jens Spahn – ministro de Salud de Alemania – fue claro y directo: cuando termine el invierno, todos los que viven en territorio alemán estarán vacunados contra la Covid, recuperados o muertos. Y el gobierno alemán anunció este jueves (como el gobierno de Suiza) que quienes no se hayan vacunado no podrán entrar en bares, restaurantes, cines, museos, conciertos, conferencias, eventos deportivos y clases presenciales, cosas así. Quienes no se han vacunado se quedan afuera.
Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, declaró que ya es hora de que los países de la organización consideren – "es una conversación que debemos tener" – la posibilidad de hacer obligatoria la vacuna contra la Covid.
Es otro año de pandemia. Han descubierto nuevas variantes del coronavirus que le dio la vuelta al mundo, mató a millones, hizo más escandalosas las desigualdades, evidenció la precariedad de los sistemas de salud y la fragilidad de los mercados, no tiene para cuándo acabar, y todavía no tiene remedio.
Ha habido casos de la variante ómicron (ese es su nombre artístico: en verdad se llama B.1.1.529) en Suiza, en Australia, en Canadá, en Francia, en Bélgica, en Portugal, en Holanda, en Italia, en Dinamarca, en Alemania, en Austria, en la República Checa, en Israel, en Hong Kong, en Gran Bretaña y en el cono sur de África, donde se documentó por vez primera la nueva cepa del virus. Varios países han reforzado las medidas de control de viajeros, y han ordenado cuarentenas a los que vienen y confinamientos – no muy estrictos pero confinamientos – a los que están.
Y entonces uno ve lo que pasa en México y ya no sabe qué pensar. Los gobiernos estatales juegan a que saben lo que están haciendo y con la misma voz con que aconsejan que uno se cuide y cuide a los demás, promueven el turismo y los festivales como si eso fuera lo más importante en este momento. Y el gobierno federal convoca a eventos masivos en el Zócalo. Están mal preparados para lo peor.
Desde el balcón
El invierno vino sin que nos diéramos cuenta. Uno sale al balcón nada más para reconciliarse con natura, y armado con una copa de malta que juega en la boca y acaricia la garganta y entibia la entraña en la tarde fría. También hacía frío la tarde en que uno habló en voz alta sobre la necedad y la necesidad de contar la historia de lo inmediato, como explicó nuestro oficio Renato Leduc.
Uno ve que ahora – otra vez – hay desencuentros entre el poder y la prensa, en este caso entre el presidente López Obrador y Carmen Aristegui y la revista Proceso por un reportaje sobre el cultivo y la explotación del cacao en Tabasco. El texto está lleno de datos que podrían haberse refutado, o corregido, o desmentido con otros datos. La respuesta oficial fue descalificar en vez de argumentar.
Llama la atención el dicho presidencial que el periodismo debe estar comprometido con el pueblo. Uno, que no aprendió el oficio en las aulas, sabe que la profesión no conoce compromisos con el pueblo ni con el gobierno ni con el partido ni con nadie. El periodista con autoridad moral y profesional pide cuentas al poder y a la sociedad misma, y exhibe sus fortalezas y sus debilidades lo mismo que sus aciertos y sus errores.
Como persona, como ciudadano, uno puede estar de acuerdo con alguien o con algo, o puede disentir. Es un derecho indiscutible. Y ese acuerdo o ese disenso no pueden – no deben – marcar a nadie como traidor o como patriota, como bueno o como malo, como héroe o como villano, o como chairo o como fifí, porque la vida (sobre todo la vida política) va y viene.
Pero nadie, nadie, tiene derecho a exigir lealtad incondicional a los medios. Al menos no en una democracia, un sistema que permite y alienta la expresión de las opiniones, y tiene más colores que el negro y el blanco. La crítica – de buena o de mala fe – tendría que ser bienvenida. Como en la fábula, la prensa es el espejo que responde a la pregunta de quién es la más bonita.
No hay nada indigno en no ser la más bonita del cuento, porque nadie es más bonita que nadie. Después de todo, la belleza está en el ojo de quien mira, como ya dijo Shakespeare. Lo que no es muy digno es joder a quienes no piensan que uno es la más bonita del cuento. Salud.
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