Mario Rechy
Estamos ciertamente en crisis. Una crisis de diverso carácter, o que se despliega en varios ámbitos de la realidad en que vivimos. Pero antes que nada, reconozcamos que esa crisis tiene distintos significados y acepciones según nuestra ubicación y, sobre todo, según la perspectiva que adopta cada uno de nosotros dentro de esta sociedad y dentro de este mundo.
Caracterizar la crisis implica, por ello, previamente, adoptar y hacer explícita una posición. No entendemos crisis como un estadio o condición que caracteriza el crecimiento, ni lo concebimos como el punto de una disyuntiva. Es más, el que puedan coincidir fenómenos diversos con su realidad, no nos permite que tomemos de otros fenómenos, o eventos, parte de su definición. En lógica se ha dicho siempre que hay cosas, eventos, procesos, que comparten segmentos de la realidad, pero que debe ser posible distinguir lo que sólo es coexistente, o coincidente, de lo que es realmente constitutivo.
Estamos viviendo una época en que el lenguaje, además de un vehículo de comunicación, ha devenido, para algunos, un instrumento de manipulación.
Esa intención de incidir en las ideas y conductas de las personas, que ha mutado en el nuevo propósito instrumental de hoy, como la intención de manipular las ideas y la conducta de las personas, tiene historia. Comenzó hace más de dos siglos como objetivo de la propaganda. La propaganda perseguía hacer clara una explicación de los problemas sociales, al mismo tiempo que postulaba una forma de solución a tales problemas.
Cada fuerza política diseñaba su propaganda en función del horizonte del porvenir que postulaba como mejor para los ciudadanos. Y los recursos para hacer de ese instrumento algo eficaz estaban en la capacidad para explicar de manera clara, suficiente, y convincente, desde la perspectiva lógica, lo que se proponía. Y la mejor propaganda era la que dominaba el asunto, desentrañaba el fondo de los problemas y podía explicar, de manera sencilla, cómo su corriente podía emprender los cambios necesarios, para lo cual se convocaba a los ciudadanos a asumir o abrazar esa propuesta.
Pero las cosas cambiaron. Y no cambiaron entre los que buscaban defender los intereses del pueblo y resolver los problemas del pueblo, sino entre los que aspiraban al poder o defendían el poder.
El interés y la conveniencia sintió que podía ser necesario confundir o tergiversar las cosas o los hechos, si así podía conservarse el consenso o conseguirse la aceptación.
Y la propaganda se acompañaba, además, de la agitación. Que cuando se practicaba desde el pueblo era un recurso para denunciar la injusticia, o describir de manera enfática y explosiva cada uno de los actos del poder o del Estado, para hacer más intolerable la perpetuación del dominio, el interés del poder, o la imposición de reglas o normas que solo beneficiaban al poder o al dinero.
Pero desde el interés del poder se concibió una nueva forma de propaganda con una nueva forma de agitación. Primero buscando en la mente de las personas cuáles eran sus temores, o sus fobias ideológicas. Sus temores tanto por atavismos, como por experiencia, y sus fobias ideológicas como concepciones superficiales, que no habían tenido demostración, pero que algunas instituciones venían machacando desde largo tiempo, porque así les convenía, o porque así se aseguraban la fidelidad de los ciudadanos.
A manera de ejemplo podemos decir que la iglesia católica mantuvo el mito centenario de que los judíos mataron al hijo de Dios. O que algunos mahometanos igual defendieron el mito de que todos los que no aceptaban a Alá como el único dios eran infieles, o peor aún, herejes.
Sobre esa base de prejuicios, se encontró como recurso adicional asociar a cada uno con defectos o contravalores. Así, por tomar los mismos ejemplos, se asoció la muerte de Jesús, al que se ocultó o desdibujó como esenio, a la falta de valores o principios que necesariamente tenían que caracterizar a sus matadores. O se asoció la condición de infiel ,o hereje, con una condición bárbara, incivilizada o violenta.
Pero con el paso del tiempo, y conforme surgieron nuevos grupos aspirantes al poder, se fue profundizando esa creación de una verdad a modom o conveniencia, de un interés determinado. Y los nazis sustituyeron las pruebas o demostraciones de sus afirmaciones, con simple repetición, asociada de todas las formas posibles, a los prejuicios de la gente.
Eso nos debería haber dejado claro que la gente puede comportarse como masa dúctil, es decir, que si bien puede haber sujetos perspicaces, que no se tragan la propaganda intencionada, muchos, o la mayoría, sucumbe a tales recursos, y asume o adopta la visión que se le inyecta con la propaganda.
La agitación corrió la misma suerte. Y fue una forma de expresar, de manera sintética, la asociación de uno o varios prejuicios, con el mal o lo inconveniente. Si los comunistas no creían en Dios, y si los comunistas querían el poder, no importaba qué era lo que proponían, de entrada debían ser condenados. La consigna Cristianismo sí, comunismo no, parecía conjuntar de manera eficaz ese propósito. No importaba si los comunistas planteaban un orden más justo, eso no podía ser, porque detrás de la falta de fé solo podía estar el mal.
Y el mundo siguió avanzando, para bien y para mal. Y el poder siguió perfeccionando las formas de incidir y aun controlar la mente de la masa.
Pero el poder cambió también de forma. Durante siglos su realidad o condición, radicó, básicamente, en el Estado. Pero durante el Siglo XX el Estado fue disminuyendo su dimensión económica, y con ello el peso del poder fue trasladándose a los consorcios, los monopolios y los grupos que han venido decidiendo cada vez más sobre cómo debe comportase la economía, cómo debe organizarse la sociedad, y cómo entonces deben pensar los ciudadanos.
Ni las Iglesias, ni los Estados pudieron conservar el monopolio del discurso, ni, por ende, el control ideológico de los ciudadanos.
Por decirlo de manera nueva, el poder empezó a gravitar, cada vez más, en esferas ajenas o distintas al poder electo, o al Estado y sus instituciones.
Cuando el poder radicaba básicamente en el Estado, y éste tenía el monopolio de la educación pública, así como las definiciones sobre la justicia según un aparato jurídico y una ley escrita, la verdad fue etimológica, es decir, se emplearon los conceptos según su origen, es decir, según lo que desde la gestación de los conceptos, cada palabra significaba.
El bien era lo que lo que recibía con gusto, con placer, con satisfacción, el sujeto o la colectividad. El mal lo que lo perjudicaba.
Pero los nuevos detentadores del poder han ido buscando que el Estado deje de ser quien resguarda el significado de las palabras.
Para todos los ciudadanos, la comunidad éramos todos, y la comunidad era el depositario de los intereses. Para los nuevos poderes, la comunidad es algo que debe ser destruido, porque de manera individual somos más fácilmente manipulables y fáciles de someter. La comunidad es entonces algo que debe ser satanizado. Y eso se consigue asociando un prejuicio o un antivalor, al concepto, para que adquiera el significado negativo que conviene al poder de los monopolios o de las corporaciones.
Las corporaciones y monopolios quieren consumidores y sujetos dóciles, no productores independientes, ni personas críticas. Así que deben ser sustraídos de la comunidad y convertidos en sujetos que no actúen, ni piensen, de manera social, sino solo de manera personal y rechazando su pertenencia a un colectivo.
Hoy, desde la Organización Mundial de la Salud, o desde las nuevas instituciones que representan a los monopolios distintos al Estado, se dice que las sociedades comunitarias niegan la existencia del individuo. ¿Cómo es posible que el sentido colectivo de individuo, que es precisamente el de comunidad, sea descalificado sosteniendo exactamente lo contrario de su etimología, y de su historia? Pues así se las gastan los nuevos poderes.
Porque la OMS no es ya una institución gubernamental, o donde confluyen los Estados, sino un organismo empresarial, donde se agrupan los representantes de los corporativos. Los mismos que inventaron la pandemia, que hicieron el gran negocio de la vacuna, y que ya están manipulando a la población con la difusión de postverdades que la masa ha creído.
El índice de su dominio, del dominio que han alcanzado los consorcios y los monopolios, sobreponiéndose al Estado, es el número de personas que portan los cubrebocas. Todos y cada uno se han creído la falsedad de que se contagian o pueden contagiar a otros, si no se ponen esos trapos en nariz y boca.
Y el índice de vacunados, con la complicidad por omisión o por conveniencia transitoria del Estado, es el grado de control que ya tienen sobre la población toda.
Pero ese control es muy nuevo, y ahora viene el proceso a través del cual buscan consolidarlo.
Volvamos ahora al concepto de crisis, con el que arrancamos esta exposición.
Para ellos, la crisis es una crisis de democracia. Para nosotros, los ciudadanos de la comunidad, también es una crisis de la democracia. Pero para ellos es resultado de un populismo autoritario que viene destruyendo las instituciones e imponiendo intereses izquierdistas. Para nosotros, que no estamos en la postverdad, este gobierno no es de izquierda, sino claramente, más neoliberal que los anteriores. Y tampoco pensamos que su autoritarismo es de izquierda, ni que su populismo autoritario es de izquierda, ni que la destrucción de las instituciones es un proyecto de izquierda, ni que la búsqueda de continuidad de este modelo sea parte de lo que gobiernos de otros países, están buscando o manteniendo.
Esa visión, para nosotros, los que no hemos sucumbido a la postverdad de los monopolios y los consorcios, representa una forma más de manipulación realizada o mantenida por los monopolios, no solo para deslindarse del Estado, sino para ir capitalizando su desprestigio y su caída, y afianzar y colocar en su lugar su nuevo dominio y hegemonía.
Para nosotros la crisis es producto de que la comunidad, los ciudadanos, no nos hemos constituido en un colectivo participante, no hemos sido capaces de formular un diagnóstico de nuestra realidad, precisando las causas de nuestros problemas, y perfilando entonces cada una de las soluciones necesarias.
Las dos visiones de la crisis coexisten, pero no parecen polemizar, ni dialogar. Para los de la postverdad vivimos una carrera para ver quién controla más rápido, y de manera más eficaz, a la masa, para definir la vigencia del nuevo poder corporativo.
Para nosotros, los ciudadanos comunitarios, vivimos una encrucijada, en la que estamos a prueba, los que conocemos la historia, y sabemos que desde el poder del dinero, no se formularán los horizontes del porvenir que conviene a la mayoría, y que es desde la perspectiva ciudadana, comunitaria, desde donde deben hacerse los análisis de las políticas actuales, vigentes, con su respectiva crítica, para formular una nueva estrategia de atención, no para que la ejecute o cumpla el Estado, sino para que sea defendida, postulada, y en buena medida instrumentada, desde la ciudadanía, desde la comunidad.
Para los que hoy construyen el nuevo poder en el mundo occidental, la democracia ha de ser con ciudadanos desorganizados, porque cada uno será vacunado, embozado y controlado por separado. En eso coincide el gobierno actual y el poder emergente. También el presidente quiere un pueblo sin organizaciones, en el que cada ciudadano se convierte en su súbdito, recibe un apoyo corporativo, y aplaude su bondad.
Para nosotros, la democracia solo puede construirse con organización popular y comunitaria. Donde los ciudadanos dejen de ser pasivos, y asuman la necesidad de formular un diagnóstico veraz, comprobable, medible, cuantificable, de sus carencias, necesidades y aspiraciones posibles. Y, desde luego, solo puede concretarse a través de un proceso consciente, donde lo primero que se garantice, es el nombre verdadero de las cosas, de los hechos, según su naturaleza, su génesis, su realidad, y a partir de ello construyamos el escenario de nuestro conveniente futuro.
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