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PRI y MORENA frente a la sucesión presidencial

Xóchitl Patricia Campos López

En 1972, Daniel Cosío Villegas afirmó que, si en algún momento, el PRI perdiera la presidencia de la república, lo haría frente a una escisión del propio PRI. En esos momentos el sistema de partidos contaba con el PPS, hoy extinto, y con el PAN, que desempeñaba una oposición ideológica, sustentada en una mística, incapaz de ganar las elecciones presidenciales.

De entonces a 2024 el Sistema Político Mexicano ha experimentado dramáticas transformaciones. El PAN, antes y después de ganar la presidencia de la república por primera vez en el año 2000, ha sobrevivido a cismas, a la salida de líderes formales importantes y al arribo de corrientes más enfocadas en victorias electorales sobre las culturales, que le condujo a un debilitamiento de su discurso tradicional, fundamentado en el humanismo político.

Por su parte, la evolución del PRI, desde 1988, es la historia de infinidad de estrategias para mantener la cohesión entre liderazgos regionales, una facción tecnócrata y corporaciones que pretenden seguir representando las reivindicaciones que desde los años cuarenta del siglo XX no han logrado satisfacer por completo. En esta marcha, además, las rupturas internas han dado vida a nuevos partidos y sus tránsfugas han alimentado a otros; uno de ellos, el PRD.

Fundado en 1989, tiene su origen en la salida del PRI del Ing. Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, para encabezar a una parte de la oposición como candidato a la presidencia de la república, aglutinando tendencias socialistas, nacionalistas y progresistas. Sin embargo, su ruta de institucionalización y su capacidad para mantener la cohesión interna se pusieron en duda a partir del año 2000. Los constantes enfrentamientos entre líderes lo obligaron a buscar alianzas con otros partidos, entre ellos con el PAN, situado en el extremo ideológico, al tiempo que experimentaba, en 2012, la ruptura que daría nacimiento a MORENA.

Así, la prospectiva de Cosío Villegas es aleccionadora: el PRI, en el cénit de su poder inicia su caída, al tiempo que da origen y alimenta al resto de partidos en México. Hoy, la elección presidencial se decide entre dos fuerzas hermanas. Una es MORENA, fundado con líderes de militancia socialista, priista y perredista; la otra es una alianza en la que sobresalen el PAN y el PRI.

El PAN muestra en mayor proporción la influencia de la ultraderecha estadounidense. No es la primera vez que algún candidato presidencial del panismo manifiesta su apego al conservadurismo norteamericano; pero, probablemente, es la primera ocasión en que el PAN se convierte en el eje del intervencionismo yanqui. A su vez, el PRI carece de un candidato propio a la presidencia de la república y observa cómo algunos de sus líderes reales se posicionan en otros partidos políticos, principalmente en Morena. Juntos, PAN y PRI acompañan a una candidata acordada por las elites, que debe hacer caso omiso a las demandas tradicionales de los partidos involucrados en el Frente Amplio por México y la posiciona como un líder vacío, pero con capacidad técnica, es decir, un buen vaso comunicante entre el discurso diluido de los partidos y una burocracia tecnócrata.

Por su parte, Morena entra a la competencia desde la presidencia de la república, con un presidente que se asume como el líder formal del partido, que participa como militante y propagandista de tiempo completo y que reproduce fielmente la práctica de imponer a la candidata de su predilección para la contienda. Pero llega también con bases sociales vinculadas a personajes fuertes, vinculados más por la retórica de justicia social y por la política asistencialista del gobierno; sin una estructura partidista y evitando, por la vía estatutaria, la posibilidad de institucionalización, frente a la real posibilidad de que los liderazgos fuertes que lo han fundado tomen protagonismo, tal como ocurrió con el PRD.

La construcción de una ruta segura a la presidencia ha obligado a la Cuarta Transformación a involucrarse con un enorme flujo de migración partidista y transfuguismo. Sin duda, esto será redituable, pero después de la toma del gobierno parece complicado para la futura presidenta Claudia Sheinbaum, controlar los liderazgos y pagar las facturas que los compromisos políticos implican. Su gobierno será semejante al de Peña Nieto o Ernesto Zedillo, presidentes altamente ineficaces por la carga que representó la herencia de sus predecesores.

El Sistema de Partidos de México puede recibir una caracterización distinta, para algunos puede significar un retorno, pero lo indiscutible radica en que no será el mismo que durante la época neoliberal. Durante el periodo de la transición vía elecciones competitivas, el PRI y PRD se disputaban las bases clientelares y corporativas del electorado mexicano correspondiente con las clases marginadas. En cambio, el PAN se identificó con el votante urbano y de una clase media más civilista que económica; incluso, la narrativa federalista democrática le sirvió al panismo para señalar que llevó la democracia de la Ciudad al Campo.

Aunque se ha mostrado la elección del 2024 como una lucha entre plebeyos y patricios, esta perspectiva es superficial. No existe una lucha de clases sociales en el sistema político mexicano, ni hay pugna racial o dicotomía urbano-rural entre las fuerzas que compiten por el poder. La disputa de los grupos consiste en una lucha entre quienes quieren gobernar sustentados en el apoyo de Estados Unidos y quienes buscan asumir el poder con apoyos locales. Casi no hay diferencias ideológicas o de estructura operativa entre ambos esquemas. Ambas coaliciones de poder se fundamentan en el clientelismo, corporativismo y cacicazgo, aunque los intereses económicos y estrategias de poder, incluso, las razones del juego político, cambian. Así, mientras los neoliberales buscan desmantelar el Estado para integrarse a Norteamérica y constituirse en una elite empresarial que monopolice el mercado mexicano y centroamericano, los nacionalistas buscan apoderarse del Estado para conformar el grupo dirigente bonapartista que regenere la economía rentista, mercantilista y desarrollista del país. Ambos grupos tienen clientelas electorales parecidas. No debe olvidarse que la mayor parte de la población mexicana vende su voto.

Pero también hay diferencias sutiles. La clase media y un sector cívico apoya al Frente Amplio por México, mientras que la gran mayoría del precariato se conforma en el tándem morenista. Sin embargo, debe mencionarse que Morena está retomando el espacio de Partido Hegemónico que en pasado inmediato ocupó el PRI. Una gran diversidad de grupos se involucra en un movimiento político que a ratos se disfraza de social, corporativista y de masas. Pero que, en sentido estricto, tanta diversidad interna lo hace aparecer confuso.

El FAM condensa la escasa porción social que todavía apuesta por una modernización neoliberal económica y política, pero que no entiende el país que le tocó vivir. El México aspiracionista que se ciega y no empatiza con el México Profundo. Morena, por su parte, tiene el enorme reto de controlar y conducir el maremágnum de tendencias que se le aproxima y quiere integrarse a su cauce. En el manejo adecuado del caudillismo y bonapartismo que reclama la mayor parte de la población se encuentra la clave del éxito futuro para este movimiento. El sistema de partidos presenta la posibilidad de cambiar o retornar al Sistema Sol y Satélites. El regreso de la fila de las tortillas.

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