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SOLIDARIDAD, UNA NECESIDAD PARA MÉXICO

SOLIDARIDAD, UNA NECESIDAD PARA MÉXICO


Enrique Bautista Villegas.

A lo largo de la vida me he preguntado por qué los mexicanos no hemos logrado alcanzar el anhelado desarrollo que nos permita a todos los habitantes del país vivir en un nivel, ya no óptimo sino, satisfactorio de bienestar, siendo que nuestro territorio es rico en cuanto a presencia de recursos naturales, gran diversidad biológica, climas y tierras generosas, y una población trabajadora (De acuerdo a la OCDE, Perspectivas de empleo del 2019, mostró que los mexicanos tienen las jornadas laborales más extensas del mundo con 2,225 horas/año).

Ciertamente reconozco que parte del problema radica en la conducta abusiva, ventajosa y arbitraria de las elites que gobernaron al país en el pasado, en alianza con ciertos grupos de interés económico, y en que la corrupción que practicaron se constituyó en la principal causa de nuestro atraso. Sin embargo, el tema que quiero tocar en esta reflexión es uno diferente.

La crisis mundial provocada por la pandemia del Covid-19, que azotó al mundo en años recientes, nos ofrece una ocasión propicia para abordar el tema sobre la importancia que tiene la práctica de la solidaridad como un elemento central para reconstruirnos como Nación en el futuro.

La solidaridad mundial, entre naciones, entre habitantes de un mismo país, de una región, de una comunidad, y de la propia familia, es una manifestación de conducta que seguramente incidirá en la capacidad de reconstrucción de lo que hayamos perdido con el embate de la pandemia. El tema resulta central para un país y una sociedad como la mexicana, que no se ha distinguido a lo largo de su historia por uso de prácticas culturales solidarias, sino en circunstancias excepcionales.

Más allá de preferencias o posiciones ideológicas, observo con admiración como con el establecimiento del Estado de Israel en 1948, el pueblo judío logró la construcción de una Nación con altos niveles de desarrollo, y como las comunidades judías, donde quiera que se asientan, se unen, organizan, ayudan mutuamente, y logran destacar en los ámbitos de los negocios, las ciencias y las artes (1).

Admiro cómo la Unión Europea, que se fundó originalmente en 1957 como Comunidad Económica Europea con el Tratado de Roma, y en la que participaron originalmente Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos, hoy se ha consolidado como una potencia económica mundial, conformada por 28 países. Observo con interés, y envidia de la buena, como los países menos desarrollados de esa comunidad de naciones han recibido el apoyo de los más prósperos y adelantados para buscar estandarizar el nivel de desarrollo y disminuir las diferencias entre las mismas y sus habitantes, mediante acciones como un presupuesto común, políticas regionales expresas y los importantes fondos de cohesión, entre otras (2).

Me sorprende y conmueve la conducta solidaria y decidida de los pueblos de las dos Alemanias, que se mantuvieron separados desde finales de la Segunda Guerra, hasta la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, fecha en la que se inauguró la nueva era de solidaridad y reunificación de una sola Alemania.

En la Puerta de Brandeburgo, símbolo del triunfo de la paz sobre las armas, el excanciller Willy Brandt dijo en ese histórico momento: “Ahora empieza a crecer unido algo que es inseparable.” Para contribuir económicamente al desafío que representaba la añorada unidad, la sociedad alemana asumió en 1991 el llamado “impuesto de la solidaridad”; un gravamen destinado a cubrir los costos de la reunificación equivalente al 5.5% del impuesto sobre la renta y del impuesto de sociedades, y que ha permitido recuperar los niveles de desarrollo y estandarizar los ingresos de los ciudadanos, que un día fueron separados por razones geopolíticas.

Solidaridad es un concepto que en apariencia resulta sencillo de entender pero que en realidad es difícil de asumir y practicar, como manifestación cultural universal en una sociedad.

Recuerdo con orgullo las manifestaciones de apoyo mutuo, de hermandad, de solidaridad, de los mexicanos en tragedias colectivas, como los sismos el 19 de septiembre de 1985, del 7 de septiembre de 2017, y coincidentalmente, el del 19 de septiembre de 2019. que afectaron a diversas entidades del país, pero principalmente a la Ciudad de México. Tengo vivas en la memoria muchas imágenes de jóvenes y adultos con ropas enlodadas, rostros angustiados, llenos de polvo, y caras de desesperación, removiendo escombros en las zonas afectadas por los derrumbes de edificios, buscando contribuir a liberar a quienes se encontraban atrapados bajo los escombros de las edificaciones caídas, en su intento desesperado por salvar vidas, en muchos casos de desconocidos.

Siempre he pensado que si esa actitud la tuviéramos permanentemente México sería otro; un país con altos niveles de desarrollo y crecimiento, igualitario, con un gran empuje. No alcanzo a distinguir en donde está la frontera que separa a la solidaridad que practicamos cuando enfrentamos la desgracia o celebramos la fiesta, de la ausencia de solidaridad para apoyarnos unos a otros en la construcción de progreso.

Somos solidarios emotivos, cuando estamos asustados, sorprendidos por eventos inesperados como los grandes sismos, las inundaciones y la tragedia; somos también solidarios cuando nos llega la euforia, la fiesta, la parranda. Pero no lo somos cuando se trata de buscar atender la necesidad cotidiana de un ciudadano cualquiera, cuando se trata de generar condiciones para que el vecino desconocido, el ciudadano común resuelva un problema casual, o cuando se trata de invertir esfuerzo o dinero para impulsar una acción colectiva, una obra pública, un proyecto social de mediano o largo plazo, que nos reportará un beneficio tangible y particular, aún sea éste de interés público. Ahí, que cada uno se rasque con sus propias uñas.

No nos organizamos ni nos apoyamos espontáneamente para construir obras socialmente necesarias, para disminuir la desigualdad entre pobres y ricos, para apoyar a que los que menos tienen mejoren su situación. Tampoco lo hacemos para mantener las calles, las playas, los espacios comunes limpios; para que al desconocido que emprende un negocio le vaya bien, para defendernos de la delincuencia, del abuso, y de grandes males comunes, como la pobreza, la inseguridad y la corrupción.

No es aventurado señalar que la falta de solidaridad que nos caracteriza, más allá de situaciones emotivas, denota una conducta individualista y egoísta de profundas raíces culturales, que es además excluyente. Parte de la realidad a la que históricamente nos hemos enfrentado, es aquella en la que ha prevalecido la desigualdad social. Como dijera el filósofo español José Vidal-Beneyto: “A la desigualdad social, vieja como los hombres, le ha sucedido la sociedad dual; a la pobreza le ha nacido la exclusión, a los de arriba y a los de abajo de siempre les hemos agregado los incluidos y los excluidos de ahora. La característica de la nueva situación es que no admite grados: se puede ser más o menos pobre, pero o se está dentro o se está fuera. No es un problema de cantidad, sino de naturaleza”.

El asunto central es que la solidaridad es un proceso que se construye de abajo hacia arriba y mediante colaboraciones horizontales entre individuos. Durkheim veía el problema de falta de solidaridad como anomia social, un problema moral relacionado con el deterioro o rompimiento de lazos sociales y el decaimiento de la sociedad. En el estudio de la sociología se ha puesto gran atención a esos procesos bajo otros conceptos: cohesión social, redes sociales, capital social, acción social colectiva, entre otros

Como contraposición a nuestra cultura individualista, y de acuerdo con el propio Vidal-Beneyto, la solidaridad que practican las naciones europeas se caracteriza por tres parámetros esenciales: “los derechos humanos, el pluralismo de las ideologías, y los grupos y la economía social de mercado. La solidaridad no es para los europeos un comportamiento generoso, sino una exigencia política, pues entre los derechos humanos figuran los derechos sociales y económicos, lo que los obliga a asegurar a todos un igual acceso a los mismos”.

Como observador externo, yo agregaría un parámetro adicional, la normatividad establecida desde los gobiernos de cada nación europea hacia la práctica de la solidaridad; el principio jurídico que la hace obligatoria.

Para que la solidaridad contribuya a reducir la desigualdad y a construir desarrollo social no basta con la emotividad espontánea, la voluntad individual y el discurso generoso; resulta indispensable generar un marco jurídico expreso para tales fines y políticas públicas consecuentes con el mismo.

Así lo ilustra la presencia de los Consejos Económicos y Sociales en todos los niveles de gobierno de la mayor parte de las naciones que integran la Unión Europea. Así lo ilustran también los esfuerzos de reintegración de los dos países en que fue separada coyuntural y temporalmente Alemania, y los esfuerzos de nivelación del desarrollo emprendido a partir de 1957 entre las naciones que conforman la Unión Europea; acciones tales como un presupuesto común, políticas regionales expresas y los importantes fondos de cohesión, entre otras. Estas acciones han permitido disminuir los diferenciales de desarrollo entre los países que la integran y reducir la brecha entre los niveles de vida de los habitantes más ricos y los más pobres en esa comunidad de naciones.

Es importante señalar que al contrario de lo que sucede en la Unión Europea, ni en el TLCAN ni en el T-MEC, el proceso de integración de México con USA y Canadá, ha tenido, ni tiene los elementos presupuestarios solidarios de la UE. Por el contrario, pareciera que la política en este ámbito ha sido la de “sálvese quien pueda”. En ese sentido, resultaría indispensable que los socios comerciales de Norteamérica tomaran nota de la experiencia europea y buscaran emularla.

En la línea de lucha contra la desigualdad que ha propuesto el gobierno federal actual, resulta indispensable para alcanzar el éxito, que además de apoyar el desarrollo individual de los grupos de la población más pobres y con menos oportunidades, no solo se les garantice las transferencias económicas directas y se les abra oportunidades de superación individual; es necesario que se construya un marco jurídico que induzca como condición para ser beneficiario, la práctica de la solidaridad colectiva. Que “los créditos a la palabra” conlleven la obligación de contar con, y otorgar, garantías solidarias; si un acreditado no paga, lo hagan quienes se solidarizaron con él o ella, y viceversa. Que los programas de apoyo social como “jóvenes sembrando vida”, promuevan las formas de colaboración y solidaridad para abatir la indolencia y la sensación de derrota, con tareas sociales ejemplares como limpiar playas, promover la cultura de paz contra el crimen. Se debiera considerar la posibilidad de emular el Proyecto Erasmus, puesto en marcha por la Unión Europea como paradigma, para el desarrollo de los jóvenes.

Se requiere, desde luego, de la construcción de un marco jurídico constitucional y de una legislación complementaria que contribuya de manera paulatina, pero firme, a que la sociedad mexicana se transforme en solidaria por naturaleza. La posibilidad de constituir en todos los niveles de nuestra organización político-administrativa, consejos económicos y sociales, como lo hacen los países europeos, de etiquetar con nombre y apellido a los impuestos o gravámenes que ya existen, para atender la desigualdad y cerrar la brecha entre ricos y pobres, de promover en las escuelas, como parte de la currícula educativa obligatoria, el concepto de solidaridad, el principio de que todos somos iguales y tenemos en esencia los mismos derechos. La solidaridad debe entenderse como un derecho ético universal.

La nueva escuela mexicana propuesta por el gobierno actual, recientemente dada a conocer, debe contribuir a promover, si, los principios morales, éticos y cívicos fundamentales, pero, sobre todo, debe promover la conducta de la solidaridad, como una actitud cultural, de vida, como una manifestación de conducta permanente y universal.

1. Recomiendo la lectura de la autobiografía del ex Primer Ministro Israelita Simón Peres, quien presenta una magnífica crónica de la historia de la refundación de la Nación judía en lo que hoy en día es Israel. En la misma describe la importancia del esfuerzo colectivo y solidario en el diseño de objetivos comunes y como la perseverancia y el tesón van rindiendo frutos a lo largo de la breve, pero intensa, historia de la formación de ese país.

2. Revisar la experiencia española a partir de su incorporación a la Unión Europea. El apoyo brindado por las naciones integrantes de esa comunidad de naciones, particularmente Alemania, fue definitiva para haber inducido un desarrollo sin precedentes en diferentes ámbitos a partir de su incorporación a la misma en 1986. El ingreso medio per cápita de los trabajadores españoles creció en promedio un punto porcentual por año, hasta situarse en el 98% de la renta media europea. Las ayudas económicas comunitarias han financiado 4 de cada 10 kilómetros de autopistas y vías construidos durante el período; han ayudado a proteger el medio ambiente mediante el manejo de los recursos, el reciclaje y la prevención de desastres ecológicos. Los fondos sociales llegaron a más de 16 mil personas con necesidades de empleo. Estos fondos han incrementado de manera sostenida el crecimiento anual del empleo en 2% aportando más de 300 mil nuevos puestos de trabajo anuales desde 1986. (España en la Unión Europea, Enrique Bautista Villegas, 6 de junio de 2008) Artículo de opinión “Cultura de la solidaridad” El País, Madrid, España, 27 de mayo de 1998

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