Julio Bracho
Bajo este lema elementalmente político del maderismo se dio sentido a la convocatoria para oponerse al régimen porfirista. Y fue la no reelección la que quedó en la médula del régimen presidencial mexicano postrevolucionario cuando el primer intento de transgredirla, con la reelección del general victorioso, del caudillo de la Revolución mexicana Álvaro Obregón, fue finiquitado en La Bombilla por el dibujante León Toral, de quien todavía hace pocos años se pusieron en subasta algunos de sus esbozos. Y este lema le ha dado más sentido al régimen político que otros tantos porque en su esencia la incorporación del poder tiende a instaurarse en la vida, en el cuerpo de quien lo ejerce, de la misma manera en que los sujetos acaban por subordinarse a su inspiración.
Y esta regla de oro forjó de tal manera el republicanismo mexicano que el cambio primero cuatrianual y después sexenal, se volvió lo que permitió que presidentes que se llegaron a sentir soñados, como Carlos Salinas, tuvieran que incluso a contragolpes instaurar su sucesión.
Y no se diga los panistas que han querido que sus esposas, entre todos los mexicanos posibles, vuelvan a encarnar el poder presidencial.
Y había sido tan intrínseca esta configuración del poder postrevolucionario por el tiempo que hasta los expresidentes tenían que aceptar, como lo hicieron los expresidentes priistas más entendidos, su transfiguración hacia la común ciudadanía. Ya el mero virtuoso cambio presidencial llamaba a un esencial flujo en la élite del poder.
Y sería por demás farragoso ampliar un sistema político en el que cada expresidente quiera forjar su propio partido político y multiplicar el sistema de partidos que tiende a la personalización, en los que inclusive sus principios ideológicos están más que archivados en la sección de imagen publicitaria verde, amarilla, roja, morada, azul… .
Pero si la permutación sexenal de los cuerpos en el poder ha estado en la base de nuestra cosa pública, el manipuleo del sufragio ha estado mucho más a la deriva. Ya no digamos cuando, ya bajo el gobierno panista “de la alternancia”, en elecciones la impuesta diferencia definitoria entre un candidato y otro implicaba solo pasar 0.28% de la votación de un candidato a otro. Pero cuando expresamente se pretendió desaforar y hasta encarcelar para evitar la candidatura de quien fue amplísimamente denostado con un nacionalismo rampante como “el peligro para México”, se configuró, sí desde entonces, con el panismo como lastre, el empeño por la conquista del sufragio efectivo, logrado en 2018, que hoy justamente frente a los restos de los partidos cómplices de la mera designación presidencial dictatorial, vuelve a salir a tomar la victoria en el espacio público electoral.
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