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Remoto pasado

Érase que se era un reino muy, muy, pero muy pobre que alguna vez tuvo a su disposición muchas riquezas. Nadie se atrevía a explicar las razones de tan infame decadencia. Mucho menos sus habitantes. Cierto era que por los siglos de los siglos los súbditos de ese reino fueron construyéndose una imagen de muy bragados y valientes. Sin embargo, ya para los tiempos de esta historia, nadie podía creer lo que siempre había sido una mera ilusión.

Al frente del reino encontrábase una nobleza que era fiel reflejo de la miseria de su reino. La máscara, la apariencia y el maquillaje habiánse convertido en sus herramientas básicas de trabajo. No cabe ociosidad en la mención de que los súbditos, siempre en genuflexión rastrera, aunque en los callejones de la ciudad amurallada quejábanse inconsolables por las miserias y el nulo interés de los amos en remediar la situación, anhelaban fervientemente alcanzar una posición similar o, al menos, lo suficientemente cerca para gozar del placer de arrebañar con el órgano muscular ubicado en la cavidad bucal, la curveada superficie de las turmas pertenecientes a los amos, a la servidumbre de los amos y a la servidumbre de la servidumbre de los amos. Justo es el dicho de los juglares que han cantado esta historia, los amos, a su vez tuvieron amos y éstos, sirvientes y sirvientes de sus sirvientes, por lo que el arrebañaje lingual era deporte nacional. A pesar de las recurrentes crisis y evidente decadencia, érase esta congruencia motivo de admiración de todos los reinos del mundo conocido.

El pobre reino en cuestión habíase construido sobre un cuerpo enorme de mitos que se pasaba oralmente de generación a generación. A cada momento se sometían dichos mitos a una revisión minuciosa con la finalidad de adecuarse a los nuevos tiempos. Para la nobleza era la manera más conveniente para mantener el status quo y satisfacer así las exigencias de la sede de la civilización y ombligo del imperio, allende los mares.

Malévolas fuerzas de la oscuridad atreviéronse un día a gritar por todos los vientos del mundo civilizado que dicho reino asemejaba al ansiado cuerno de la abundancia. Que de las entrañas de sus tierras, manaban espesos caldos que podríanse convertir en oro puro con el solo contacto con el aire y que de los pedregales solamente se extraían riquezas inconmensurables para la gloria del reino, del imperio y de dios. La gleba habíase creado indefectiblemente para dar fe de tan fabulosos tesoros. Y la fe se manifestaba en dejando los bofes y los pellejos en los dichos pedregales, en tanto la nobleza recolectaba los beneficios que el creador y la creadora dejaron para gozo y solaz del pueblo elegido, representado siempre por el emperador, único representante terrenal de cuanta divinidad existiese en el universo.

Los siervos y las siervas, el glebo y la gleba, todos y todas, levantábanse del catre antes de que dios amaneciera y poniánle a la labor doce, quince, dieciocho horas cada día a cambio de unos cuantos mendrugos, así como de generosas porciones de líquidos multicolores y endulzados. Conforme pasóse la vida (y la muerte también), las condiciones habíanse transformado. Ahora trabajábase por diez horas y los mendrugos y líquidos fueron siendo más escasos para evitar, publicaron los heraldos del rey, algún problema grave en la salud de tan valiosos súbditos (y súbditas) que no podían dejar de engrandecer el reino y el imperio. El dispensario popular ya había dejado de funcionar, razón cuantimás urgente para proteger la integridad de quienes generaban la riqueza.

Los siervos (y las siervas) preguntábanse cuál sería el rumbo que debíase tomar para evitar la pérdida de la grandiosidad del reino. Arrejuntábase la gleba en bonches para bailar y cantar alrededor del mester de juglaría los romances dedicados a la heroicidad de esos sacrificados trabajadores que impulsaban la exportación de sustancias mágicas a los reinos amigos y enemigos, siempre con la ballesta cargada para repeler bandas de asaltantes de caminos. Entre romance y romance, la gleba proponía los caminos más adecuados para detener la decadencia y enviaba heraldos a la corte para ser escuchados. “Todo por el bien del reino y del rey nuestro señor”, decíanlo una y otra vez.

Pero hete que mientras al rey arreglábanle el penacho sus siervos de la cámara real, los encargados de los consejos reales, así como su favorito, hablábanle al oído. Rodeábanle siempre la reina y los infantes sin dejar de hacer globillos con la recién descubierta goma de mascar. “Decidme más cosillas, sus gracias, que ya no quiero saber nada de lo que grita la plebe”, exigía sumaje. “Invitemos al príncipe, lord de las Trompas, señor, posiblemente herede el imperio. Como quiera sacamos ventaja en la sucesión”, dijo el favorito. “Pero no olvidemos invitar también a la princesa Hilaria, podría ser la elegida en la sucesión”, replicó de inmediato el conserje de palacio y encargado del despacho de instrucción.

“Hay un problema”, interrumpió la reina. “Si se invita a la princesa, sería imposible practicar el deporte nacional y sumaje debe demostrar que es todo un experto en ello y no creo que vaya a traer al príncipe consorte, experto en esos asuntos debajo del escritorio”, cerró con orgullo. Los infantes limpiáronse las babas y aplaudieron a la reina, con lo cual, los miembros presentes de la corte apechugaron y acamanduladamente alabaron la observación de ella, sumaje.

El favorito tomó de nuevo la palabra: “La reina tiene razón, como ya es de costumbre. La princesa debe estar consciente de que le hemos sido fieles, siempre. Todo cuanto nos ha ordenado, lo hemos cumplido sin lugar a dudas. Sumaje ha emitido los nuevos decretos reales con los que se garantiza la plena satisfacción del emperador saliente y de toda la corte. En cambio, el señor lord de las Trompas pide mucho menos y sumaje debe postrarse de hinojos, jurarle fidelidad absoluta y, si las cortes deciden que no sea emperador, sumaje habrá, de cualquier manera, sumar un paso más en su exitoso curriculum de arrebañaje lingual, un gran orgullo para todo el reino. Lo bueno no se cuenta, pero sí cuenta mucho”.

Y así, sumaje recibió al lord; postróse de hinojos, y en una de sus tantas genuflexiones, arrebañó y arrebañó…

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