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Uno de esos días

Despierto con la lengua pegada al paladar y a tumbos, antes de tomar los primeros sorbos de café, entro en la regadera. Estoy seguro que el Señor me ve con pena y solo mueve la cabeza al verme pasar.

El baño tiene una pequeña ventana en cuyo pretil están acomodadas cuatro o cinco botellas de champú todos de marca europea. Nunca faltan. Cada uno tiene según declara el envase propiedades extraordinarias: uno engruesa el cabello; otro lo hace lustroso hasta niveles deslumbrantes; uno más lo revive; el otro le da volumen y uno más hace que las canas luzcan como rayos de plata. Mientras me froto el cuero cabelludo pienso que soy víctima de la incredulidad. Sí, eso ha de ser. Porque tengo no menos de quince años lavando mi escaso cabello con estas formulaciones de manera automática y por ello no tengo la cabellera espectacular que ofrecen, seguramente porque no he creído que así será. Mal empieza el día quién siente culpa desde temprano. No son la ocho todavía.

Luego de un rápido desayuno, intento arrancar el vehículo solo para constatar que la batería, pila le decimos por acá, no funciona. El tablero parpadea como si tuviera pegada la lengua al paladar. Tengo que empujar el mueble fuera de la casa para encontrar quién me pase corriente. Pronto veo a mi esquivo vecino, parco en conversación y a quién atajo para que me ayude. Lo hace de manera amable. Todavía tendré que pedir ayuda dos o tres veces más, despojado de timidez y armado de cables. Llego finalmente al taller donde revisan la pila, allá le decimos batería, y concluyen que ya no sirve. -Pero si ayer estaba bien- digo, y me respondo en silencio.- Es igual que una persona que muere de un infarto. Ayer estaba bien y hoy, yace.

Estando en mi negocio llegan unos técnicos a cortar la luz porque el anterior inquilino debe dinero.-Oigan, pero si mi contrato es nuevo. No importa, hay un adeudo y usted lo tiene que pagar- me dicen. No basta que pueda argumentar a mi favor sino que lo que vale es el pago. Confirmo que en muchas dependencias públicas ya están entrenados para tratarlo a uno bien y sonreírle y que hasta parezca que nos dan la razón

y siempre se termina haciendo lo que el gobierno quiere. Lo único que me puede consolar es la convicción de que las contradicciones de agudizan.

Más tarde voy a un restaurante local y se me ocurre pedir algo ligero que no sea una liebre.-¿Quiere acaso una codorniz? Solo tenemos burros y menudo. Pido un agua mineral con limón como quien aspira a la insoportable levedad.

Se acerca la noche y soy advertido que debo dar una contraseña a un guardián privado para que me sea franqueado el paso a un asentamiento habitacional amurallado. Sigue el día su camino mientras eludo baches y multas en un tráfico violento de carros de batalla polvosos y destartalados.

Llegada la hora me acerco al torreón donde se encuentra el guardia.-Buenas noches buen hombre-le digo, y me pide la contraseña: -Peón cuatro rey, respondo y él responde: Peón cuatro alfil dama. Defensa siciliana. Mate en tres y me deja pasar mientras muere de risa.

Antonio Canchola Castro

canchol@prodigy.net.mx

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