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Fidel le asesta un coscorrón a Neruda

Cuando Pablo Neruda asistió al congreso del PEN Club de 1966 en Nueva York, todos los escritores cubanos (menos Enrique Labrador) juzgaron que fue un idiota útil, no sólo por asistir, sino por haber declarado en una conversación pública con Ignazio Silone que la Guerra Fría había terminado.[1]

Los escritores cubanos –agrupados en la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC, que se negaron a asistir al Congreso– contestaron a la pregunta ¿por qué le darían los yanquis visa a un escritor de izquierda? en carta abierta publicada el 31 de julio de 1966 en Granma:

En unos casos, porque tales izquierdistas han dejado de serlo, y se han convertido, por el contrario, en diligentes colaboradores de la política norteamericana; en otros, en que sí se trata de hombres de izquierda (como es el caso tuyo, y el de algunos participantes más del congreso), porque los Estados Unidos esperan obtener beneficios de su presencia: por ejemplo, hacer creer, con ella. que la tensión ha aflojado; hacer olvidar los crímenes que perpetran en los tres continentes subdesarrollados (y los que están planeando cometer, como en Cuba); y sobre todo, neutralizar la oposición creciente a su política entre estudiantes e intelectuales no sólo latinoamericanos, sino de su propio país. Jean Paul Sartre rechazó, hace algún tiempo, una invitación a visitar los Estados Unidos, para impedir ser utilizado, y dar además una forma concreta a su repudio a la agresión norteamericana a Viet Nam. Aunque sabemos de tus declaraciones políticamente justas y de otras actividades positivas tuyas, existen razones para creer, Pablo, que eso es lo que ha querido hacerse, y se ha hecho, con tu reciente visita a Estados Unidos: utilizarla en favor de su política.

Que Neruda fue usado por el imperialismo tenía evidencia en el reciente artículo de otro izquierdista tonto-útil:

…en ese órgano de propaganda imperialista que es Life en Español (título que es toda una definición: un verdadero programa), su colaborador Carlos Fuentes, cuya firma nos ha sorprendido allí, reseña el congreso a que asististe, bajo el título: “El PEN: entierro de la guerra fría en literatura” (Agosto 1, 1966). Una de las figuras más destacadas de ese supuesto entierro, se dice, eres tú. De paso, nos enteramos también, gracias a ese artículo, de que la mesa redonda del grupo latinoamericano fue presidida por Emir Rodríguez Monegal, a quien Fuentes llama impertérrito “U Thant de la literatura hispanoamericana” y a quien con igual chatura metafórica, pero con más precisión, cabría llamar “Quisling[2] de la literatura hispanoamericana”.

Este anhelo de poner fin a la guerra fría y lograr la coexistencia sólo es imaginable, para todos los escritores cubanos, en los términos fijados por su camarada líder:

“Aspiramos”, como ha dicho Fidel, “a un mundo donde la igualdad de derechos prevalezca lo mismo para los grandes que para los pequeños”. No somos demócratas cristianos, no somos reformistas, no somos avestruces. Somos revolucionarios. Creemos, con la Segunda Declaración de La Habana, que “el deber de un revolucionario es hacer la revolución”, y que cumpliendo ese deber, y sólo así, nos será dable existir –y coexistir—y dar fin a todas las guerras.

Neruda no sólo fue tonto por acudir al congreso del PEN Club, sino también por aceptar después –en Lima, luego de su paso por México, de regreso a Chile– una condecoración del gobierno peruano, por su poema “Alturas de Machu-Pichu”, y por haber almorzado con su presidente, Belaúnde Terry. Esa traición equivalía a que un alto escritor latinoamericano hubiese aceptado una medalla del gobierno chileno cuando Neruda estaba exiliado…

Por eso no te costará trabajo imaginar lo qué en estos momentos piensan y sienten no sólo los desterrados, sino los guerrilleros que, en las montañas del Perú, luchan valientemente por la liberación de su país; los numerosos presos políticos que, por pensar como aquéllos, yacen en cárceles peruanas.

La orden de los escritores cubanos (todos) es que Neruda y Fuentes debían mostrarse más atentos, entender que seducir intelectuales “es un evidente programa de castración” (sic) yanqui, que tiene como objeto neutralizarescritores:

Los imperialistas han ideado una nueva manera de comprar esa materia prima de nuestro continente que es el intelectual. Transportada espléndidamente a los Estados Unidos, es devuelta a nuestros pueblos en forma de “intelectual-que-cree-en-la-revolución-hecha-con-la-buena-voluntad-y-el-estímulo-del-State-Departrnent”. […] El intelectual latinoamericano regresa a su tierra y declara engolando la voz: “Ha comenzado la etapa de la coexistencia”... ¡No! Lo que ha comenzado es la etapa de la violencia, social y literaria, entre los pueblos y el imperio. […]

El último paso a ese descubrimiento lo han dado al proponer comprar (o al menos, neutralizar) a nuestros intelectuales, para que los pueblos se queden, una vez más, sin voz. Y ya eso no se trata de servirse de personajes desacreditados, como Arciniegas y compañía. Quemaron a los liberales-conservadores, a los reaccionarios, a los agentes de la primera hornada. Ahora tienen que hablar en términos de «izquierda» con hombres de «izquierda», porque si no fuera así no serían escuchados más que por los peores círculos reaccionarios. Están a la búsqueda de quienes, pretendiendo hablar a nombre nuestro, presenten la revolución y la violencia como cosa de mal gusto. Y encuentran, pagando su precio, a esos sensatos, a esos colaboracionistas, a esos traidores.

Traidores ante los que el verdadero intelectual latinoamericano tiene una tarea: desenmascararlos y atacarlos:

Tenemos que declarar en todo el continente un estado de alerta: alerta contra la nueva penetración imperialista en el campo de la cultura, contra los planes “Camelot”,[3] contra las becas que convierten a nuestros estudiantes en asalariados o simples agentes del imperialismo, contra ciertas tenebrosas “ayudas” a nuestras universidades, contra los ropajes que asuma el Congreso por la libertad de la cultura, contra revistas pagadas por la CIA, contra la conversión de nuestros escritores en simios de salón y comparsas de coloquios yanquis, contra las traducciones que, si pueden garantizar un lugar en los catálogos de las grandes editoriales, no puedan garantizar un lugar en la historia de nuestros pueblos ni en la historia de la humanidad.

Algunos de nosotros compartimos contigo los años hermosos y ásperos de España, otros, aprendimos en tus páginas cómo la mejor poesía puede servir a las mejores causas. Todos admiramos tu obra grande, orgullo de nuestra América. Necesitamos saberte inequívocamente a nuestro lado en esta larga batalla que no concluirá sino con la liberación definitiva, con lo que nuestro Che Guevara llamó “la victoria siempre”.

Firmaban todos, todos los intelectuales cubanos, comenzando por Alejo Carpentier,[4] Nicolás Guillén, Juan Marinello, Lisandro Otero, Fernández Retamar, Antón Arrufat y ciento cuarenta más. Todos, incluyendo a varios que no tardarían en ser asediados, censurados, purgados, suicidados o encarcelados, por “contrarevolucionarios” o por homosexuales o por lo que Fidel dispusiera: José Lezama Lima, Virgilio Piñera, José Rodríguez Feo y, desde luego, Heberto Padilla...

El chileno Jorge Edwards narraría luego (citado por Stein, p. 347) que a Neruda

Ningún ataque de la derecha podría haberle dolido tanto… Sabía perfectamente bien que ningún escritor cubano habría osado escribir y firmar ese mensaje sin haber recibido órdenes de arriba. No tenía la menor duda de que la inspiración del mismo, a fin de cuentas, había venido de Fidel Castro.

En público, Neruda se limitó a decir, el 2 de agosto en el diario El Siglo, que

En los Estados Unidos y en los otros países que visité sostuve mis ideales comunistas, mis principios inamovibles y mi poesía revolucionaria. Tengo el derecho a esperar y a exigir que ustedes, que me conocen, no guarden ni divulguen dudas en este sentido.

Estaba convencido de que Fidel tenía un motivo personal para odiarlo (sigue Stein), que se debía a que –como le dijo Neruda a Edwards– no le había gustado la velada advertencias a Castro de que evitara el culto a su personalidad.

Neruda nunca regresó a Cuba.

Juan Marinello recibió la Medalla Lenin en Moscú en 1970.

Enrique Labrador, fundador del PEN Club cubano (el único escritor que no firmó la carta), logró escapar de Cuba a los 74 años de edad, en 1976.

¿Y Fuentes? El primero de octubre de 1966 le menciona velozmente a Octavio Paz su paso por el congreso de Nueva York:

Neruda derramando conciliación (“Oye mijo, yo quiero ser amigo de Octavio; es otra época, no hay razón para estar distanciados”), Victoria Ocampo, Juan Liscano, Nicanor Parra. ¿Viste el estúpido ataque de los cubanos a Neruda, en el que nos llevan de corbata a Monegal y a mí? Lo firman todos. Es un triste documento, muy paranoico, muy ayuno de contexto, de verdadera tradición, de mínima perspectiva.

Un año después, en 1967, como se lee aquí, y en una revista para caballeros (pero aparentemente no imperialista) llamada Playboy, el camarada Fidel Castro declara en una entrevista: “pienso que tiene que haber aproximadamente veinte mil presos políticos” en Cuba.

Hasta la victoria siempre…

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