Hemos sabido estos días del calvario de esa niña gallega llamada Andrea, y hemos visto y escuchado a sus padres pedir que la dejen morir en paz. Ante la verdad incontestable de que no hay nada más antinatural e insoportable que ver morir a un hijo, no se encuentran palabras para describir el infierno de tener que luchar para que desde el Poder [médico, jurídico, religioso,…] permitan morir a tu hijo; para que no lo obliguen a malvivir, a seguir padeciendo un sufrimiento continuado que no le conduce más que al sufrimiento mismo y, finalmente, a la muerte segura.
Una muchachita de doce años, que lleva toda su vida fajándose contra una enfermedad degenerativa irreversible, está siendo mantenida con vida por la terquedad y el dogmatismo de unos médicos, pediatras para mayor sonrojo, que imponen sus creencias supersticiosas a Andrea y a su familia. Que enorme soberbia la de esos que resisten no solo los ruegos angustiados de los padres, sino el dictamen de la Comisión de Bioética de Galicia, la Ley de Derechos y Garantías de los Enfermos Terminales gallega [¿por qué no se cumple?], la Ley de Autonomía del Paciente y, además, justifican su obstinación desde una deontología más propia de un campo de exterminio que de un hospital público de un país desarrollado: "la paciente no tiene dolor ni sufrimiento desmesurado", afirman.
¿No sufre desmesuradamente? ¿Cuál será el medidor del dolor que utiliza el Jefe de Pediatría del Hospital Clínico de Santiago de Compostela? ¿De qué dolor habla? La situación clínica de Andrea es irreversible, pero como no padece un dolor insoportable –afirma-, deducimos de sus palabras, que aguante. “Más sufrió Cristo en la cruz”, pensará, quizá, para sus adentros. ¿Cuál es el final, pues? ¿Actuará el Jefe de Pediatría cuando considere que el sufrimiento es desmesurado? ¿Qué hará entonces? Quizá es de aquellos que piensa y defiende que Dios da la vida y Dios la quita, y que en este valle de lágrimas no hay más que aguantar. ¿Mantendría esos principios si Andrea fuera su hija?
Mientras tanto, los padres de la niña se han visto obligados a pedir ayuda a la justicia, y han reclamado judicialmente que se le retire el soporte vital que la alimenta. A ello se ha puesto la lenta y garantista maquinaria judicial, para la cual los días y las horas parecen tener un valor distinto que para el resto de los mortales.
En una entrevista reciente, decía Luis Montes, presidente de la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente [DMD], que en España se muere muy mal y añadía una idea terriblemente importante: “se muere dependiendo de la sensibilidad del médico que te toque”. El doctor Montes sabe de lo que habla: el Partido Popular se hizo eco de una denuncia anónima y, por boca de su consejero de sanidad de Madrid, lo acusó en 2005 de practicar sedaciones tipificadas como homicidio a centenares de pacientes del Hospital Severo Ochoa, de Leganés, en el que Montes era el coordinador del Servicio de Urgencias.
No es posible aceptar que sea la fortuna la que determine que un paciente terminal pueda morir con dignidad o, en caso contrario, que lo haga tras perderla completamente por una mala e inhumana praxis profesional. Una sociedad avanzada no puede aceptar que bien entrado el siglo XXI continuemos padeciendo este drama social y sanitario. El debate sobre la muerte digna en primera instancia, y sobre la despenalización del suicidio asistido y de la eutanasia constituyen un horizonte hacia el que nuestra sociedad debe avanzar con paso firme. Jaume Pedrós, presidente del Colegio Oficial de Médicos de Barcelona, apuntaba recientemente dos ideas que convendría no olvidar. Una: que los avances biomédicos han hecho realidad situaciones de supervivencia inviables a medio plazo que eran inimaginables hace un par de décadas [el caso de la niña Andrea es un ejemplo inequívoco]; dos: si no se aborda de manera efectiva el problema de la eutanasia, se producirá una criminalización o el paso a la clandestinidad de determinado tipo de enfermos.
Ahora que los partidos políticos van a competir por el voto de los ciudadanos es un momento idóneo para plantearles el debate, y para exigirles que nos expliquen qué dice su programa sobre el particular. Se trata, simplemente, de saber cómo van a gestionar cada uno de esos partidos un estado de opinión que entre la ciudadanía está mucho más avanzado que entre la dirigencia partidaria.
Decía Luis Montes en la entrevista citada que en este terreno los ciudadanos van muy por delante de los políticos profesionales. Eso acredita el Centro de Investigaciones Sociológicas [CIS]. En la Encuesta más reciente sobre el tema, la de 2009, “más del 70 por ciento de los ciudadanos estábamos de acuerdo en cambiar el ordenamiento jurídico para que hubiera un protocolo de muerte a petición, es decir, una eutanasia activa”. Ese posicionamiento de la opinión pública no hacía sino reiterar el recogido por el CIS en 2003. En estos últimos seis años, afirma el presidente de DMD, “la situación ha ido a más. Avanzamos hacia una sociedad más laica, más de determinación personal. A mí me parece que estamos maduros”.
Habrá que prestar atención a lo que dicen esos partidos políticos y sus dirigentes en sus propuestas electorales. Estamos ante un debate abierto que, conectado al drama de Andrea, la niña gallega, está siendo noticia de apertura en los medios, motivo de tribunas de opinión y causa de debate entre tertulianos. Convocados a explicar su posición por DMD en Madrid, el Partido Popular, el Partido Nacionalista Vasco y Convergència Democràtica de Catalunya no aceptaron participar en el debate. El Partido Socialista y Ciudadanos, que sí lo hicieron, declararon no tener una respuesta definida sobre el tema. Izquierda Unida, Podemos y Equo-Compromís se declararon partidarios de regular tanto el suicidio asistido como la eutanasia.
Urge llegar a una solución. Será tarde para Andrea y para sus padres, pero muy probablemente les aliviará saber que han contribuido a que otras personas en situación terminal no tengan que luchar contra aquellos que con tanta obstinación anteponen sus creencias a la libertad y al sufrimiento de los demás.