Arqueólogos y paleontólogos calculan que hace 12,000 años los humanos que vivieron en territorios que hoy conocemos como el Medio Oriente, específicamente entre Turquía, Israel e Iraq, domesticaron a un animal que desde entonces nos acompaña en la historia: el perro. Mientras la humanidad retozaba por paisajes bucólicos, sin preocuparse por carecer de documentos de identidad o en tanto se dedicaba a matar congéneres porque le arrebataban el alimento, le ganaban la cueva o asumía una identidad diferente, allí andaban los perros.
Acompañantes y aliados en la dura tarea de obtener sustento diario o como compinche a la hora de la violencia para apoderarse de lo necesario cuando otro, supuestamente igual, lo retenía, los perros se fueron acostumbrando a una relación simbiótica de la cual difícilmente podrían prescindir. Pero, ¡oh, tiempos idos! Podían huir y hacer de su vida un papalote si así lo deseaban, pues había espacio y medios suficientes para todos. Hoy, somos demasiados seres humanos… y perros también.
La transición del espacio rural al urbano debió ser traumática tanto para los hombres y mujeres, como para los perros. Si bien se transformaban las relaciones y en apariencia se mejoraban las condiciones para la satisfacción de las necesidades básicas (alimento, cobijo y sexo, en el orden que cada quién prefiera), la restricción de movimiento a un espacio limitado por fuerza cambia la manera de ver el mundo de los seres racionales… y también de los perros.
Pues cómo no íbamos a cambiar personas y animales. A mayor densidad de población, la percepción de la escasez es otra. Siempre parece que la comida y el agua no alcanzan. La reducción del espacio conlleva al hacinamiento, hace falta el aire puro y estirar las piernas, correr, moverse. La reducción de un ambiente limpio, de movimiento y de libertad son factores que influyen en la presencia de enfermedades, el equilibrio anterior se ha roto. La tensión provoca intolerancia a los demás, se compite por los recursos y muchas veces, por más solidaridad o amor al prójimo que se proclame, primero están mis dientes, después los parientes.
Los perros fueron creados y criados como animales de compañía para la cacería en campo abierto. Ayudaron en la delimitación de amplios territorios para el aprovechamiento de los recursos. Pero poco a poco los perros fueron confinados dentro de los espacios urbanos que se redujeron de tal manera, que el modelo fue tomado perversamente por los predadores constructores y financieros que promueven la vivienda de interés social. Y allá van a dar personas y animales…
A lo largo de 120 siglos nos hemos traído a los perros desde las planicies, las montañas, los bosques, el campo abierto, al concreto, el pavimento, el humo y la aglomeración.
Somos muy dados a hacer alarde de nuestro amor por los animales, a presumir que les damos un trato humano, cuando los sacamos de su naturaleza y los hemos recluido entre cuatro paredes sobre una plancha de cemento. Si bien les va, los dejamos “encerrados al aire libre”, dentro de un patio sin sombra y sin agua cuando el verano rebasa los 35°C durante más de diez horas continuas o en el mismo lugar a menos de 5°C.
Entre garrapatas, pulgas, excrecencias y toda clase de miasmas juguetean hasta donde pueden, en medio de su desesperación y desesperanza. No paran de ladrar día y noche a toda persona, cosa o animal que circule amenazando su flamante territorio o que amenace cruzar por él. Aunque ni pase ni amenace, habrá que ladrar, ¿qué otra cosa puede hacer un ser en tales condiciones? Pero les amamos.
Les amamos tanto que los “nutrimos” con cosa industrializada que nos venden como alimento balanceado con lo que los enviamos rápido a imitar cualesquiera de nuestras enfermedades de la modernidad. Su sedentarismo junto con la porquería con la que sacian el instinto de comer los hace vulnerables a padecer lo que nunca antes tuvieron los perros, además de la permanente tensión, incertidumbre y desprecio que sienten en cada momento de sus perras vidas. Y suponemos y presumimos que los queremos porque pagamos su carísima “comida”.
Los amos más amorosos permiten que sus crías maltraten a los animales. Con esa actitud se abren las puertas para la violencia en todos los ámbitos de la sociedad. El maltrato no son solamente golpes y gritos. Incluye el abandono, el descuido, la subalimentación, la falta de atención médica, el desaseo. El trato a los animales no es diferente al trato a las demás personas y por algo se comienza.
Otros respetuosos de la vida y con sumo amor al prójimo, los sacan a pasear (o mandan a alguien que se rebaje a tal tarea), para que los animalitos puedan estirar sus patitas, husmeen las plantitas para que sientan regresar aunque sea un ratito a la naturaleza, y vayan por el urbano mundo dejando sus caquitas y meaditas para que todas las personitas tengan la posibilidad de respirar sus cochinaditas y sean solidarias con tan bellas mascotitas.
En la República Mexicana existen más de 23 millones de animales considerados «mascotas». Aquí no cuentan los que viven sueltos, sin algún humano que se preocupe por su situación. Casi el 70% son perros –se deben tomar en cuenta los gatos, las aves, peces y otras clases de especies–. Gatos y perros son especies creadas por los humanos. Contar con una mascota implica una responsabilidad no solamente con el animal, sino con la gente que nos rodea.
En la ciudad de México, en Ciudad Juárez, como seguramente en muchas otras localidades del país, se encienden los ánimos y se llega a la violencia a causa de los animales que molestan a las personas o por personas que lastiman o matan a los animales…
En la colonia Condesa de la capital, de moda entre la gente bonita, recorrer el Parque México significa deambular entre permanentes miasmas caninas. Siempre hay más perros que personas, todo huele a perro; a perro fino, carajo… Y ya aparecieron los perricidas seriales –haga usted el chingado favor con el terminajo–.
En Juaritos, en un ancho camellón de colonia popular también han hecho de las suyas los perricidas. Se aprovechan del estado de indefensión de los animales callejeros que pululan por la zona, por la ciudad, por el país y los envenenan.
Las posiciones al respecto se polarizan. No tardará en haber enfrentamientos ni quien atraiga agua para su molino político. Mientras tanto, cunde la irresponsabilidad y la dejadez. Crece la población, aumentan los problemas y seguimos echando perros y gatos a este mundo, sin medida ni clemencia. ¿Dónde carambas se encuentra eso que han dado en llamar la racionalidad de los seres humanos? No es posible culpar de todo esto a los animales, ellos no son los estúpidos.
En una sociedad donde no se respeta la dignidad humana, donde la vida de los congéneres importa tan poco y donde la capacidad de sufrimiento por la existencia de nuestros iguales aumenta día a día, ¿qué podremos esperar con respecto a los animales?
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