Con una sinceridad autonomizada del principio de autonomía, el Partido Comunista Mexicano (PCM) registró en el “Programa de acción” de su “Declaración de principios” de 1979 su empeño en convertir a las universidades “en centros de acción política contra los métodos represivos del Estado”. Esta “acción política” habría de basarse en “la lucha de los universitarios contra las formas autoritarias de gobierno vigentes en la mayor parte de los institutos de enseñanza superior” y tendría como objetivo conseguirles “un importante lugar en el movimiento político de masas”.
La consigna de esa “Declaración de principios” se sujetaba escrupulosamente al “Proyecto del Programa del Partido Comunista” en el que Lenin ordenó, en 1919, “convertir a la escuela de instrumento de dominación de clase de la burguesía en un instrumento para la abolición total de la sociedad de clases”. La consigna fue trasladada a las Américas dilatadas ese mismo año y, en el Congreso Estudiantil de Córdoba, activó una convicción casi centenaria: en tanto que “la soberanía en una universidad radica principalmente en los estudiantes”, es imperativo “erradicar de la organización de la universidad el concepto bárbaro y arcaico de autoridad”.
Y en esas estamos, todavía. Una vez más, los ideólogos exigen “democratizar” a la UNAM, juzgan que la UNAM “está en peligro”, blanden la “autonomía” como instrumento para erradicarla y sentencian que el gobierno desea privatizarla para hacer de los estudiantes “sirvientes dóciles y eficientes” (como decía Lenin) de la clase en el poder, del imperialismo y de la maldad en general.
En la edición 2015 de ese “uso y costumbre” hay un ingrediente novedoso, que la persona que haya tenido un cargo en el gobierno es ya, por ese sólo hecho, indigna de la rectoría (aunque para Lenin todo universitario sea parte del “engranaje del Estado”). Además de decretar la amnesia, este arrebato inserta en la UNAM dos nuevas clases sociales: la alta de quienes ostentan pureza si no de sangre, sí de curriculum; y la baja de los infectados por rozarse con el insalubre gobierno. Quien no salga de la UNAM califica así como activista de la “conciencia crítica de la nación” (así definen los sentimentales a la UNAM) y como su adversario a quien se salga.
¿No sería más sensato pensar en que si un universitario traslada la parte que carga de la “conciencia crítica de la nación” a la nación misma –a su consultorio, negocio, fábrica, cátedra o cargo gubernamental— es porque la UNAM, buena maestra, cumplió su misión formativa? Pensar que la “conciencia crítica de la nación” de un universitario se ensucia si comercia con lo
exterior a la UNAM es una manera de reconocer que la conciencia crítica es muy frágil o, peor aún, que la nación es tan tonta que no se merece a su conciencia.
Los autonombrados adalides de la pureza de sangre universitaria han juzgado también que deja de ser “conciencia crítica de la nación” el universitario que estudie en una universidad norteamericana, el que piense que la universidad debe relacionarse con el mercado y la productividad (es decir: “privatizarla”), y el que se oponga al objetivo de convertir las universidades en centros de “acción política” con titularidad definitiva de tiempo completo.
Se sobreentiende, claro está, que si una vez realizadas las evaluaciones, sondeos y análisis a que la obliga la legislación vigente, la Junta de Gobierno de la UNAM eligiese a un aspirante de esa clase baja, ella misma evidenciaría no ser “conciencia crítica de la nación”. Con ánimo precautorio, los adalides proclamaron ritualmente que la autonomía ha fenecido, le erigieron un altar de muertos laico, científico y popular y anunciaron su intención de metamorfosearse en “la comunidad universitaria” para, una vez revestidos de ese poder superior autoconferido, “no permitir la entrega de la Universidad a intereses ajenos”.
Los universitarios de primera clase ya han sentenciado, pues, que en la UNAM no hay autonomía ni democracia ni transparencia ni equidad ni nada. Para erradicar esos males bastaría con que eligiese a quien ellos quieren esa misma Junta de Gobierno autoritaria que hoy aborrecen y que, de pronto, con la misma magia, se graduaría a conciencia ejemplar.