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Ciudadanos, ese partido híbrido.

Contrariamente a lo que a muchos piensan, el partido que lidera con pulso firme Albert Rivera no es un recién llegado a la política española, a la forma del Podemos que pilota Pablo Iglesias. Nació hace casi una década en Cataluña y pronto desbordó, aunque con mucha timidez y sin éxito, las fronteras del Principado. Ha sido en estos últimos meses, eso sí, desde las elecciones europeas de 2014, y pese a que sus resultados fueron modestos [la octava lista más votada y solo dos eurodiputados], cuando Ciudadanos ha ido escalando en las encuestas; subiendo y subiendo hasta convertirse en una seria preocupación para los dos grandes partidos sistémicos españoles, el Partido Popular y el Partido Socialista. Aún sin descartar que Podemos pueda obtener en las próximas elecciones mayor apoyo del que ahora le auguran las predicciones, todo parece indicar que Ciudadanos va a ser la fuerza política a la que los partidos mayoritarios cortejarán para formar un gobierno o, cuanto menos, una mayoría parlamentaria que permita constituirlo.

Es verdad que Ciudadanos ha despegado con tanta fuerza porque el PP da síntomas inequívocos de caducidad de proyecto, de incapacidad de su dirigencia y de asfixia de buena parte de su amplia base electoral. La corrupción en fase de metástasis, la política austericida exenta de la mínima sensibilidad social, las tensiones políticas con Cataluña, el rodillo de soberbia amparado en su mayoría parlamentaria y la pérdida de contacto con la realidad han abierto una enorme extensión de terreno electoral que el PP había cubierto durante décadas, y que ahora está siendo ocupado en una operación relámpago por las huestes del joven y dinámico Albert Rivera.

Se ha expandido por la España urbana y ahora pugna por disputar también el voto de la España interior, en particular de las zonas menos pobladas pero sobre representadas en el Parlamento. Como sabe que ahí tiene su talón de Aquiles, intenta enmendarlo.

Lo hace presentándose en todas partes como un partido cercano a los problemas concretos de la gente, sin aspavientos ideológicos. Dice ser un partido constitucionalista, postnacionalista y progresista que ha transcendido el eje izquierda/derecha y se ha instalado en el binomio libertad/autoritarismo, identificándose, claro, con la primera. Su mensaje implícito, aunque a veces no tanto, rememora aquello que decía el gran eslogan de la UCD de Suárez en las elecciones de 1977: “lo bueno de la izquierda y lo bueno de la derecha”. Incluso el recurso al recuerdo del líder abulense está perfectamente integrado en el canon doctrinal del partido.

Los analistas están divididos. Unos explican que es un partido de centro derecha, mientras que otros lo sitúan en el centro izquierda. Ellos mismos se presentan como afianzados en el centro-centro en el que el ciudadano común sitúa la virtud. El objetivo es atrapar votos tanto de la derecha como de la izquierda, del Partido Popular y del Socialista y, si es posible, de algunos despistados más a la izquierda de éste seducidos por el dinamismo de Rivera, así como por su moderación cargada de pragmatismo.

No obstante, si profundizamos un poco más en el corpus doctrinal de Ciudadanos, percibiremos algunos déficits significativos.

Una cosa es esa combinación entre liberalismo económico y defensa de la más castiza unidad de España ―que atrae a empresarios y gente de orden identificada con el nacionalismo español, el banal y el canónico― y unas formas republicanas en las que cabe, por ejemplo, un discurso progresista de defensa del aborto o los matrimonios del mismo sexo. Pero otra muy distinta es su acción política en el día a día. La mayor parte de los dirigentes de Ciudadanos no tienen la prestancia y el saber estar de Rivera, y algunos son francamente impresentables, como por ejemplo la lideresa valenciana Carolina Punset, una chica de casa bien nacida en Washington, a la que casi todo lo autóctono en el territorio que le han encomendado le resulta aldeano, pueblerino. La señora ha llegado incluso a negarle el reconocimiento al cantautor Raimon en un Xàtiva natal, con el casposo argumento de que sus méritos los realizó en otra tierra [Cataluña] y no en tierra valenciana. Estos tics, o la defensa de las fiestas taurinas, negando el maltrato animal, son algunas de las que afean un partido que se dice moderno y modernizador. Ciudadanos es pues, ―resulta evidente―, un partido híbrido.

Más grave, sin embargo, mucho más grave es la política que ha establecido el líder supremo, Albert Rivera, sobre la Ley de la Memoria Histórica. Según su muy particular visión, el pacto de la Transición estableció que en España ya no hay vencedores ni vencidos. Por lo tanto, más allá de las palabras, por la vía de los hechos, todo induce a pensar que los familiares de los más de ciento diez mil desaparecidos que yacen todavía en las cunetas a la espera de ser enterrados dignamente debieran renunciar a ello y, además, deberían olvidar que durante décadas fueron tratados y humillados como vencidos o hijos de vencidos. Incluso ahora, cuando Rivera dice que la medalla de oro de Calatayud no se le debe retirar a Franco está negando, de forma explícita y vergonzosa, esa visión edulcorada de la Transición que tan buenos resultados le dio a la derecha española y a una parte de la izquierda. Se trata de esa izquierda amnésica que todavía hoy prefiere mirar hacia otro lado cuando se habla de dignificar la memoria de quienes lucharon por la libertad contra el fascismo, tanto en la guerra como en la inmensa, terrible y negra postguerra que se alargó hasta mediada la década de los años setenta.

Habrá que ver que se hace de las propuestas de regeneración y de modernización que promete desarrollar Ciudadanos, como sin duda lo es la de la desaparición del Senado que acaban de anunciar, una cámara tan inútil como desacreditada y onerosa para el erario público. Habrá que confirmar que esa alternativa política y electoral rompe la hegemonía del neo franquista Partido Popular. Con todo y con eso, convendría que nadie se engañe: Ciudadanos es un partido híbrido que está ubicado en el escenario partidario español en un territorio que no está, precisamente, en la margen izquierda.

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