Aristóteles en su Metafísica, al comienzo del Libro I, nos dice que los inventos están orientados “unos a las necesidades de la vida y otros a lo que la adornan” y que han sido “considerados más sabios los inventores [que no se dedican a las necesidades de la vida] porque sus ciencias no buscaban la utilidad”. Los hombres filosofan, crean arte y hacen ciencia básica movidos por la admiración, porque se plantean un problema, y “el que se plantea un problema o se admira, o reconoce su ignorancia”, afirma Aristóteles; así, “para huir de la ignorancia, [buscan] el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad”. El arte, en este sentido, no es una ciencia productiva.
Esto nos interesa porque al delimitar la obra de arte y diferenciarla del resto de las obras hechas por el hombre, nos permitirá entenderla mejor. Y las primeras, como el mismo Aristóteles deja entrever, no buscan una utilidad práctica. En palabras de Tácito los poetas “ni acrecientan su bienestar material”, porque “¿a quién beneficia que un Agamenón o un Jasón hablen elocuentemente?”.
Por otra parte, hay un acuerdo inicial acerca de que la obra de arte, trátese de literatura, de pintura, de música o de otras formas de manifestación, es la unión indisoluble y equilibrada entre fondo y forma, un algo que se dice y la forma en que se dice. Con independencia de la polémica constante acerca de los límites aprobados socialmente, y que se rebasan al momento de la creación, su forma es estética y su fondo, relativo a aquellos temas universales, asuntos, preocupaciones que atañen a todos los hombres.
Además, Marco Tulio Cicerón dice que “son tres los efectos que deben conseguirse [en la poesía] instruir al auditorio, deleitarlo y conmoverlo profundamente”. Palabras similares son las de Horacio, cuando asevera que “No basta que el poema hermoso sea, / ha de ser dulce y tenga tanta fuerça, que del oyente el ánimo arrebate / y le lleve a la parte que quisiere”.
Así mismo, Estrabón alude a las diferentes opiniones sobre la obra de arte, señala que algunos dicen que “un poeta apunta al goce del espíritu, no a la enseñanza”, y que “por el contrario, los antiguos dicen que la poesía es una filosofía primera, y que nos enseña con placer”. Refiere lo anterior porque dice que Homero ha traspasado el ámbito de su creación poética “y no ha aplicado ningún epíteto en vano. El que tal hace ¿se asemeja al que procura el goce del espíritu, o al que enseña?” Así pues, todos los creadores exponen unas cosas en aras del goce del espíritu y otras en aras de la enseñanza. Poseer conocimientos orienta hacia la sensatez aplicada a las palabras. Sí, es una “cualidad propia del poeta la de imitar la vida mediante palabras. [Pero] ¿Cómo podría imitarla si careciera de experiencia de la vida, o de inteligencia?”
Aunque Platón dice que no se imite “lo malicioso, lo intemperante, lo servil y lo indecente”, Aristóteles afirma que los pintores –como en la tragedia y en la comedia– representan hombres mejores o peores o iguales de lo que suelen ser, y que el poeta es imitador, lo mismo que un pintor o cualquier otro imaginero. “Y fingir como vivas las personas. / Al que quisiera imitador ser docto / con cuydado / mire bien el retrato de la vida”, es el consejo dado por Horacio. Porque, según Plutarco, sentimos placer y admiramos la semejanza de lo pintado, pues “la imitación, si alcanza la semejanza ya sea sobre algo feo ya sea sobre algo bello, es alabada”.
Plutarco deja claro “que no alabamos la acción de la que ha surgido la imitación sino el arte, si ha reproducido convenientemente el objeto”. Eso es la poesía en particular, y el arte en general, imitación de acciones: feas, malas pasiones; precisamente eso se elogia, la correspondencia con aquello que se quiere mostrar, “representando convenientemente a personas que se consumen y mueren”. Se elogia el arte y la dificultad para imitar estas cosas. Así pues, no es lo mismo imitar algo bello que imitar algo bellamente, pues ‘bellamente’ significa ‘de forma conveniente y apropiada’ y “teniendo la poesía una base imitativa, emplea el adorno y el brillo, no descuida la semejanza con la verdad, ya que la imitación tiene su atractivo en la verosimilitud”. “Prueba de ello es lo que ocurre en las obras de arte”, manifiesta Aristóteles, pues nos cautiva ver las imágenes de la realidad, aun las que nos desagradan, logradas del modo más fiel, así por ejemplo ocurre con las formas más repugnantes de animales o cadáveres. De esta manera, lo terrible, lo atrozmente impactante, es perturbador cuando es excelentemente imitado.
Aristóteles manifiesta que los que imitan, imitan a hombres que actúan, o bien los hacen mejores que solemos ser nosotros, o bien peores, o incluso iguales, lo mismo que los pintores. Polignoto, en efecto, los pintaba mejores; Pausón, peores, y Dionisio, semejantes. Vemos, pues, que lo puesto en cualquier obra de arte no es nada más