De entre los libros más importantes en la literatura moderna se encuentran algunos que fueron escritos para el público infantil. Sin duda alguna, El Libro de La Selva de Rudyard Kipling (1894) es lectura indispensable. Se trata de una serie de historias cortas basadas en leyendas hindúes. El mejor cuento, sin duda alguna, es el de “Rikki-Tikki-Tavi” donde una mangosta defiende a una familia de dos cobras. Todos estos cuentos son ahora del dominio público, así que no sería mala idea si las imprimen en la oficina sin que se den cuenta, y las regalan el próximo fin de semana.
Pero la historia más conocida es en verdad una serie de cuentos sobre el personaje de Mowgli, un bebé que es criado por lobos. Sus aventuras ahora se asocian con “El Libro de la Selva.”
Desde el punto de vista literario, se puede apuntar a Kipling como un autor imperialista. Esto es, alguien que aprende de una cultura para sacarle provecho. Las leyendas nacen en la India, pero se explotan al publicarse en Inglaterra. Sin embargo, al pasar el tiempo, nos damos cuenta que sin la intervención de Kipling, las historias jamás hubieran llegado a ser tan reconocidas. Además, Mowgli representa el mayor problema que tiene la naturaleza: el ser humano. Los animales advierten que aunque se trata de un niño, ese niño va a crecer y tarde o temprano va a destruir a la naturaleza.
De entre las varias adaptaciones cinematográficas, ninguna se ha tomado el tiempo de investigar la compleja relación entre hombre y la selva. Por lo regular los animales se vuelven caricaturas (en el sentido literario y poético) y Mowgli en un niño torpe y tonto. Pero el pasado fin de semana, asistí a la premier de lo que considero es la mejor película del 2016: “El Libro de La Selva” del director Jon Favreau.
En una de las escenas, Mowgli está hablando con el oso Balú sobre como alcanzar la miel y alrededor de ellos, casi imperceptibles, vuelan unos mosquitos de un lado a otro. Estos mosquitos pequeños no tienen ninguna necesidad de estar ahí. No avanzan la trama, no son personajes, no conviven con ningún personaje y su único propósito es el de estar ahí, reproduciendo a la naturaleza. Se trata de una visión artística como ninguna otra. Los detalles de los árboles, de las ramas, de cada hoja, del agua y de todo que se ve tiene como propósito representar a la naturaleza tal y como es.
Claro que se trata de una ironía que el tema de la película sea el respeto a la naturaleza y toda la naturaleza donde se desenvuelve al película sea digital. Pero de alguna forma esto es lo que hace a la película excepcional. No puede uno creer que todas las escenas, absolutamente todas, se filmaron dentro de un estudio y nunca, ninguna fotografía, ningún personaje, y ninguna de las miles de plantas, existen en la vida real.
La importancia de esta película se extiende más allá de la pantalla. Si se logra reproducir la realidad en cuanto a naturaleza se refiere, entonces ya no se necesita filmar fuera del estudio. Ya no será necesario la construcción de sets, o viajar de un país a otro, ni de esperar el clima perfecto. Todo se puede crear dentro de la computadora. Es más, una vez creado el medio ambiente, se guarda y se puede usar una y otra vez.
No faltara muchos que nieguen el valor de la película por tratarse de una producción de un estudio, o porque se trata de una película para niños y niñas, o porque la historia no es original, pero en este caso estamos viviendo una revolución
cinematográfica. Estamos ante el inicio de un nuevo cine basado en la composición digital. La pregunta que si alguna vez se podría filmar una película en un solo cuarto y con una sola computadora se ha contestado: sí se puede y sí resulta. La historia de la cinematografía se ha dividido entre las películas antes de “El Libro de la Selva” y después de “El Libro de la Selva.”