En 1789 la burguesía francesa proclamaba para toda la humanidad (al menos para la que alcanzara a escuchar el grito entre tan enorme bonche de gente), libertad, igualdad y fraternidad. De entonces para hoy, el esfuerzo civilizatorio ha ido haciendo posible este caro anhelo. Muchos tratarán de decir misa, pero si volteamos cuidadosamente a nuestro alrededor, veremos que esto se cumple con creces.
Para nadie es un secreto que la humanidad ha luchado en las últimas generaciones por alcanzar un marco legal lo suficientemente coherente como para garantizar a todo miembro de la especie su igualdad ante la ley. Ya sabemos que unos son más iguales que otros y que las leyes se aplican de acuerdo al sapo. Sin embargo, resulta en grado sumo gratificante la posibilidad de ser iguales, de que existan las leyes que a todos protejan y que las obligaciones sean parejas para todo ser humano. Si las cosas no funcionan como dice la carta de buenos deseos (el conjunto de leyes), debe ser por la inherente maldad de nuestros congéneres, pero las mismas leyes se harán cargo de enmendar la situación y, si no es el caso, llegará el día del juicio final al que no podremos acudir con la vaina esa de "mi delito es por bailar el chachachá".
Aunque quien lee cotidianamente las cotidianas dirá que cómo chingo con el tema, debo referirme aquí al modelo zombi de existencia. El preferido por la masa. Yo masa, tú masa, ella masa… Es la manera más fácil de formar parte de un global trending topic y de vivir de acuerdo a las tendencias marcadas por las grandes capitales de la moda.
El mundo zombi mostrado por las producciones joligudenses de la tele y el cine va escalando posiciones desde años ha pero siempre a la retaguardia de la literatura fantástica, sustento de estos espectáculos multitudinarios. Pero es justo aclarar que la idea del zombi, un cuerpo sin alma (así de simple y reducido) forma parte de la tradición oral entre muchos de los pobladores haitianos, todos de origen africano. Si le interesa el tema, una buena recopilación de lo estudiado hasta hace poco en términos serios, es el artículo de Hans-W. Ackermann y Jeanine Gauthier, “The ways and nature of the zombi”, aparecido en el número 414 de The Journal of American Folklore en el otoño de 1991.
¿Quiere más? Erika Bourguignon publicó en 1959 “The Persistence of Folk Belief: Some Notes on Cannibalism and Zombis in Haiti”, en el número 283 de la misma revista. En su trabajo en Haití encontró que los zombis tienen características de caníbales y que adquieren su categoría a partir del trabajo de un hechicero, para quien trabajan como sicarios. Incluso, halló que muchos de estos perversos hombres del mal formaban grupos de zombis que rentaban a la Haitian American Sugar Company como trabajadores asilenciados, obedientes y sin ninguna exigencia laboral. Saque sus conclusiones, por favor.
Zombi, pues, no es más que un símbolo del esclavo, es decir, una persona ajena de sí misma por estar reducida a la esclavitud. Alrededor de este concepto y su significado se crea toda la parafernalia que se convierte en mercancía y que los propios zombis consumen como si se tratase de bienes de primera necesidad. Cuerpos sin voluntad propia, conjunto cárnico dispuesto a satisfacer apetitos fuera de lo común pero siempre de manera automática.
¿Cuál es la diferencia entre esos autómatas y los que vagan por el mundo subyugados a su teléfono celular? Hace unos meses, noviembre de 2015, Forbes publicó una mini nota donde citaba a Ericcson diciendo que ya había 7300 millones de líneas de telefonía móvil en el mundo. Al momento de escribir esto, estamos a punto de alcanzar los 7500 millones de seres humanos. Debido a la corrección política, se incluyen zombis, cantantes de música grupera, comentaristas de deportes y espectáculos y a la clase política.
Así como nuestro presidente es adicto a la coca light, la mitad de los seres quienes poseen un teléfono celular, pasan entre ocho y diez horas diarias pendientes de sus pantallas, toda una adicción. Ya se producen estadísticas que relacionan de manera escandalosa el uso de celular con accidentes mortales, principalmente en las calles. Sin embargo, esto aumentará conforme pase el tiempo. El fenómeno zombi se renueva día a día.
En los Estados Unidos, los jóvenes universitarios manifiestan que ya no pueden vivir sin tener a la mano su celular. Lo mismo sucede en todos los ámbitos en las naciones africanas, asiáticas y latinoamericanas. Quizá ni hablen o lean inglés, lo más probable es que jamás hayan soñado con asistir a la universidad (si acaso saben lo que significa tal concepto), pero pareciera que no pueden vivir sin su aparato en las manos.
No puede haber esperanza en la humanidad cuando legiones de individuos se desconectan del cuerpo para clavarse dentro de un teléfono móvil. Las escenas en el medio rural y en el urbano son patéticas. En la era de las comunicaciones, la mente enajenada, nulificada por la electrónica, ha matado la comunicación misma entre la gente. No se trata de nuevas formas de comunicación, sino de un ensimismamiento trágico con el que se pierde toda conexión con el mundo real.
Así como los patrones de la Haitian American Sugar Company lograron extraer mayores volúmenes de riqueza a partir de la renta de zombis, como lo refiere Bourguignon, los amos de este mundo se lo acaban a placer y con la inconciencia de los millones de zombis que pululan por doquier.
Las cosas podrían ser de otra manera. La tecnología abre inmensas posibilidades para la razón y el conocimiento, para comunicarnos. Sin embargo, hemos elegido la más nefasta de las opciones. Pero ha sido elección y en tiempos de la democracia, la mayoría manda. Libremente hemos elegido caminar rumbo a la orilla del acantilado.
Eso sí, cada día nos acercamos más a la igualdad plena, todos zombis.
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