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Sociedades de escritores (con dama misteriosa)

Faltaría más: en México han abundado las organizaciones de escritores llenas de intenciones encantadoras. Más allá de las logias, círculos y sociedades del XIX, el primer intento moderno de organizar escritores habrá sido el PEN Club, fundado en Londres en 1921 para promover “la cooperación intelectual y el entendimiento entre escritores” de Poemas, Ensayos y Novelas.

El siempre amable don Genaro Estrada fundó en 1924 la sección México, a la que se afiliaron de Alfonso Reyes para abajo. No tardó en quedar en manos de comisarios al servicio de las revoluciones, tal el perecedero vate Djed Bojórquez (que se cambió el nombre a Djed porque el original Juan de Dios resultaba reaccionario). Al PEN Club México se le dio por muerto hasta que, en los sesentas, José Luis Martínez logró darle respiración artificial y ponerlo en cuidados intensivos que, salvo algunos periodos (como el que presidió Julieta Campos a finales de los setentas), es donde más o menos continúa.

En México se organizaban mejor los pintores –desde que deciden “liberar” a la Academia de San Carlos de sus resabios porfiristas hasta el gran periodo del muralismo y más allá– que estaban más conscientes de su responsabilidad histórica de salvar al pueblo analfabeta de la ignorancia para conducirlo a brochazos hacia el paraíso de los trabajadores etcétera. Supongo que en esta preeminencia pesaba el tempranero relieve que el Estado revolucionario otorgó a la pintura como ilustradora de sus proyectos o narradora de la historia. Nacieron así, por ejemplo, el Sindicato de Trabajadores Técnicos Pintores y Escultores (STTPE) que les organizó Vicente Lombardo Toledano a cambio de que se afiliasen a su CTM (su lema era “¡Por un arte al servicio de la Revolución!”). O el winchesteriano grupo “¡30-30!” (en esos años los signos de admiración son declaraciones de fe) que invitaba a los artistas a combatir a “los covachuelistas y a toda clase de zánganos y sabandijas intelectualoides”. Insultos con más migajón que los de hoy día, aunque por las mismas causas.

Los escritores, sobre todo de vanguardia, comenzaron también a organizarse para no quedarse en la retaguardia. A finales de los veintes se fundó el levemente oximorónico Bloque de Obreros Intelectuales (BOI) en el que estaban Diego Rivera y el Dr. Atl, pero también desde los infaltables estridentistas al cantante Pedro Vargas, así como los futuros presidentes Portes Gil y Ruiz Cortines. Siqueiros y Leopoldo Méndez crearon a su vez la Liga Internacional Proletaria (LIP), a la que dejaban ingresar escritores probadamente comunistas dispuestos a hacer artes y letras “al servicio del proletariado en la lucha de clases”.

Y así cualquier cantidad de asociaciones que aparecieron (y desaparecieron) en esos años: el Sindicato de Escritores Revolucionarios, la Federación de Escritores y Artistas Proletarios (FEAP), la Asociación de Trabajadores del Arte (ATA), más moderada, y la Unión de Trabajadores Intelectuales Asalariados (UTIA), otra ocurrencia de Lombardo Toledano, cuyo doble lema era una convicción y una misión:

¡¡Los llamados intelectuales burgueses son los peores enemigos del pueblo!!

¡¡Forjemos intelectuales de los hijos de obreros y campesinos!!

Cuando mi general Cárdenas llegó al poder y la patria entera se sindicalizó, aparecieron también la Federación de Escritores y Artistas Proletarios (FEAP) y, sobre todo la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) sobre la que ya escribí demasiado (en mi libro Poeta con paisaje )

En 1964, con la llegada de Díaz Ordaz al poder (y con subsidio de su gobierno), se creó una Asociación de Escritores de México A.C. (AEM) que aún existe, presidida por un señor Alberto Trejo. Ya mencioné a esta AEM en una entrega pasada como la organizadora de un fastuoso congreso de escritores que se llevó a cabo en México en 1967. Decía entonces que con dinero del gobierno de la capital, esta AEMAC publicó en 2008 una Memoria en la que me entero de que su asamblea constitutiva estuvo presidida por el senador Jesús Romero Flores, el Lic. Jacobo Zabludovsky, mi general Francisco L. Urquizo y el Lic. Miguel Alemán Velasco. En 1965, el presidente era Carlos Pellicer, sus vicepresidentes José Martínez Sotomayor y Juan Rulfo, Rubén Bonifaz Nuño su secretario de Honor y Justicia, Luis Guillermo Piazza el encargado de Relaciones Internacionales y el líder de hombres, don Marte R. Gómez, el encargado de su Hacienda.

En un párrafo de esa divertida Memoria se lee que

a lo largo de la historia literaria nacional hubo agrupaciones fugaces y agrupaciones que siguieron en pie. La AEM, a pesar de sus conflictos internos, de haber sido atacada por instancias de gobierno y de haber padecido intentos de despojo del inmueble que ocupa actualmente, ha seguido dando aportes a la literatura nacional. En algunas etapas sin recursos y otras –como ahora– apoyada por presupuestos nacionales en materia de cultura, ha sostenido proyectos de nivel internacional, lo cual la coloca como una de las más importantes asociaciones del país, pese a que en muchas ocasiones se ha visto reducida a la disminución de sus miembros y al desprestigio (sic ad omnes).

Una de esos “otros” era una dama misteriosa que nunca escribió nada, pero estaba muy activa entre los círculos “intelectuales” de México. Era una norteamericana que funcionaba como “adjunta del Secretario General” Miguel Guardia y que se llamaba June Cobb…

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