Por:Martha Chapa
Pude confirmar una vez más que la conmemoración de la Revolución mexicana el 20 de noviembre se ha diluido gradualmente en la memoria colectiva.
Llama la atención que esa festividad emblemática haya perdido importancia pues hace apenas unas décadas era todavía una fecha memorable en el calendario cívico nacional.
En mi infancia y adolescencia, por ejemplo, el Día de la Revolución constituía una referencia obligada dentro y fuera del aula. En la escuela se hacía un amplio recuento de los principales héroes de la justa revolucionaria iniciada en 1910, las fechas más significativas, las batallas célebres, los documentos fundamentales. Y, claro está, se detallaban los avances en materia social y económica que se habían logrado gracias a ese trascendental movimiento social.
Eran los tiempos de la hegemonía política del partido único y el auge del presidencialismo, que se expresaba en toda su plenitud con la parafernalia anual de los rígidos informes gubernamentales y la posterior ceremonia del besamanos.
Cada 20 de noviembre en nuestros hogares veíamos a través de la pantalla chica el llamado desfile deportivo-militar, que congregaba multitudes, con un gran despliegue por calles y avenidas de la ciudad. Tanto en la programación televisiva como en la cartelera cinematográfica abundaban documentales y películas con la temática revolucionaria.
Llegaron entonces los años sesenta y el movimiento estudiantil del 68, que desmitificó la anquilosada historia patria y marcó una visión diferente sobre el país, con una propuesta de democracia, libertades y equidad social.
A partir de ahí, la segunda mitad del siglo XX nos trajo mayores cuestionamientos, visiones críticas y anhelos democráticos, algunos de ellos cristalizados en nuevas instituciones con tintes ciudadanos.
Así llegamos a la segunda década del siglo XXI, cuando constatamos que la celebración del 20 de noviembre casi pasa inadvertida. Más bien, se percibe como un día festivo que forma parte de un puente para gozar de unas cortas vacaciones, que algunos usan simplemente para descansar en casa y otros, más aventureros, aprovechan para viajar a playas cercanas y otros centros turísticos o a alguno de los llamados ahora pueblos mágicos.
¿Por qué ocurre eso? ¿A nadie le importa ya lo que significa la justa revolucionaria de principios del siglo pasado? Es, sin duda, una gesta que vemos lejana, ajena. Nuestra percepción seguramente está mezclada con el aparato partidista que la ensalzó, la pervirtió y la utilizó durante largos años. ¿Será por eso que cuando se alude a ella salta la ignorancia sobre las causas que la originaron, sus personajes centrales, así como los cambios a los que dio lugar? En buena medida, hay una actitud de desdén o escepticismo respecto a sus escasos beneficios e incluso fuertes críticas en el sentido de que tanto dolor y sacrificio sirvieron para muy poco, pues México sigue en la pobreza, la injusticia, la corrupción y la impunidad, y bajo el yugo continuo de poderosas elites económicas y políticas.
Ha incidido, a su vez, una visión parcial de la época revolucionaria porque el partido hegemónico de ese entonces se adueñó de ese acontecimiento histórico, lo agrandó artificiosamente y distorsionó su espíritu. Durante décadas se sumaron regímenes que fueron desgastando e incluso asimilando muchos saldos negativos, deficiencias e ineptitudes que se han ido acumulando sexenio a sexenio por encima de algunos logros sociales innegables. A esto habría que agregar tanto la enseñanza deficiente de nuestra historia como la desaparición en los programas educativos de la materia de civismo, que han contribuido a la pérdida de una identidad cultural y nacional.
Pese a todo y a la luz de más de una centuria de aconteceres nacionales, en lo personal considero que esta etapa de nuestra historia, al igual que otras de igual relevancia, debería justipreciarse y compararse tanto en sus aportaciones como en sus distorsiones y omisiones, lejos de una historia almidonada, maniquea y memorista.
En otras palabras, estoy convencida de que debemos estar muy conscientes de nuestro pasado para saber qué dejamos de hacer o hicimos mal y reconocer nuestros logros, a la vez que diagnosticar las nuevas y grandes decisiones que debemos tomar por vía de la democracia, la civilidad, la tolerancia y el acuerdo nacional. Claro está, sin necesidad de violentarnos y menos aún confrontarnos en una lucha dolorosa, inútil y fratricida.