Divagaciones de la Manzana
Bien sabemos que la entrega anual de los Premios Óscar va más allá del reconocimiento a la calidad cinematográfica. Cada edición de esa ceremonia para premiar a lo mejor del cine mundial de acuerdo con los estándares hollywoodenses involucra también factores políticos. El año pasado, por ejemplo, se habló mucho del resurgimiento del racismo en Estados Unidos y de una creciente ola de opresión contraria a los inmigrantes, representada por el entonces flamante presidente Donald Trump.
En esta ocasión me parece que se trató de una reivindicación de los migrantes y por eso se colocó a lo mexicano y a los mexicanos en un sitio central. Eso, debo aclarar, al margen de los premiados –mexicanos o no– que bien se merecieron sus respectivos galardones.
Me pregunté hace un par de días qué pudo representar para el presidente Trump el hecho de que un mexicano obtuviera este año los dos óscares más importantes: los que se otorgan al mejor director y a la mejor película. Me imaginé cómo rebotaría en su hueca cabeza, inflamada por la autocomplacencia, el nombre del simpático tapatío Guillermo del Toro. Un hombre con un talento extraordinario y mundialmente reconocido, quien además es en extremo sencillo y generoso.
También debió de darle dolor de estómago al magnate metido a presidente lo ocurrido con Coco, cinta premiada en la categoría de mejor película de animación. Una bella cinta animada que si bien es una producción estadounidense (de la famosa compañía Pixar), exalta la belleza, imaginación y originalidad de la ancestral cultura mexicana.
Ya me puedo dar una idea del entripado que hizo el prepotente Donald Trump cuando los importantes óscares para Guillermo del Toro se sumaron a los que han ganado en los años recientes Alfonso Cuarón (mejor director, 2014) y Alejandro González Iñárritu (mejor director, 2015, 2016): mexicanos premiados con los máximos galardones cinematográficos en el último quinquenio. De seguro se inflamaron sus escasas neuronas, tan alejadas de la creatividad, del ingenio y de la capacidad de invención; digámoslo en una palabra: del talento mismo.
Si fuera un ser humano sensato, el presidente del país vecino tendría que reconocer que sus dichos han sido erróneos y que no todos los mexicanos somos bandidos, criminales o narcotraficantes. Pero, bueno, no podemos esperar algo así de ese ególatra obnubilado.
Al margen del trastornado mandatario estadounidense, en México sentimos un gran orgullo por lo que ocurrió en ese fastuoso espectáculo para reconocer a lo mejor del cine. A la vez, confirmamos la importancia de nuestras aportaciones a la cultura tanto de Estados Unidos como del mundo de nuestros días.
Intuyo también que los estadounidenses de ascendencia mexicana –es decir, los hijos de mexicanos que nacieron en Estados Unidos y residen ahí– encontraron en la ceremonia del domingo pasado motivos renovados de autoafirmación. Y ni hablar de los llamados dreamers, que en medio de la situación incierta que viven debido a los caprichos autoritarios del señor Trump –que quiere cancelar el programa DACA (Acción Diferida para los Llegados en la Infancia)–, estarán orgullosos y reafirmarán sus capacidades y beneficios con la sociedad a la que contribuyen día con día, lo mismo en la cultura que en la economía y en muchos otros aspectos.
Así que, digo yo, no sólo ha triunfado un mexicano sino lo que simboliza: inteligencia, creatividad, disciplina, trabajo y esfuerzo. Como millones en nuestra tierra y en otros territorios lo hacen día a día.
Me entusiasma pensar que el pasado domingo 4 de marzo infinidad de estadounidenses, mexicanos y latinoamericanos aplaudieron emocionados y convencidos de lo que somos y de la importancia de lo que aportamos.