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Con amor de Jacaranda

La Manzana Flechada

En estos días de Semana Santa, con el inicio de la primavera, advertí la esplendorosa presencia de tantos árboles de Jacarandas que engalanan nuestra ciudad, y que más allá de su origen brasileño, es ya muy de aquí. Se dice que la trajo a México, el en ese entonces Gobernador de Veracruz, Teodoro Dehesa, a inicios del siglo XX.

Y qué decir del afamado bolero que lleva por título el propio nombre de ese árbol, con letra del reconocido compositor mexicano, Mario Molina Montes, y música de Enrique Fabregat, que el legendario trío de Los Tres Ases pusiera de moda en los años sesenta. Cuentan también que Molina Montes se inspiró en los ojos de Elizabeth Taylor, de azul intenso y destellos violetas. Baste entonces mencionar una estrofa luminosa para sentirnos envueltos por esa exquisita inspiración y romanticismo:

Te quiero por bonita y por tu cara extraña

Te quiero por tus ojos de jacaranda en flor…

Asimismo, debo mencionar la otra “Jacaranda”, de María Elena Walsch y Palito Ortega, oriundos de Argentina, que por igual se escuchó por doquier.

A propósito, topé igualmente en días recientes con una leyenda sobre esa especie vegetal, que me estrujó, pues alude a un amor de trágico final, muy al estilo de Romeo y Julieta.

Va entonces, en síntesis, el relato:

La leyenda del Jacaranda

“Cuando los españoles comenzaron a poblar Corrientes, trayendo consigo a sus familias, vino a habitar este suelo un caballero que traía consigo a su hija. Una

bella jovencita de escasos dieciséis años, de tez blanca, ojos azul oscuro y negra cabellera.

Entre los jóvenes de esa demarcación se distinguía Mbareté, un mocetón veinteañero alto y fornido, que trabajaba la tierra con tesón.

Una tarde en que Pilar -la joven española- salió a caminar en compañía de una doncella que la servía, vio a Mbareté y fue verlo y prendarse de su apostura. El indio también la observó con disimulo al principio, con desenfado después, y admiró su blanca piel, su negro cabello y el color de sus ojos.

El encuentro fue fugaz. Tan sólo intercambiaron una mirada. Pero Mbareté la siguió con la vista hasta que la joven desapareció entre unos arbustos.

No pasó mucho tiempo y un día Pilar y Mbareté se encontraron. Esta vez las miradas fueron largas y profundas, y buscó la forma de encontrarla a solas y poder hablarle. Y esa oportunidad la tuvo el día en que halló a la joven rodeada de indígenas a quienes les enseñaba el catecismo. El joven se acercó al grupo y sin musitar palabra permaneció observándola hasta que los niños se fueron.

Entonces, Mbareté caminó junto a ella y, ante su asombro, le habló en español -balbuceante, al principio- para confesarle su amor. Pilar se ruborizó, se sintió confundida, quiso ocultar sus sentimientos, pero sus hermosos ojos azules y su cálida sonrisa la traicionaron y el joven pudo comprobar que era correspondido.

Los encuentros se repitieron. Mbareté le propuso huir juntos, lejos, donde su padre no pudiera encontrarlos. Le habló de construir una choza, junto al río, para ella y allí unir sus vidas. Pilar aceptó y, cuando la choza estuvo concluida, amparándose en las sombras de una noche en que Yasy les brindó su complicidad, escapó con su amado.

A la mañana siguiente, el caballero español buscó infructuosamente a su hija, hizo averiguaciones y alguien le comentó que la habían visto frecuentemente en compañía de Mbareté y que éste también había desaparecido.

Furioso, el padre convenció a varios compañeros para que lo ayudaran a encontrar a la pareja y, fuertemente armados, comenzaron la búsqueda.

El padre de la joven no resistió la visión de la tierna escena de los amantes abrazados y salió de su escondite gritando el nombre de su hija y apuntando con

su arma al indio. Pilar se interpuso entre los dos hombres en el preciso instante en que la carga fue lanzada y cayó con el pecho teñido de rojo, fulminada por su propio padre. Al ver esto, Mbareté quedó atónito, tieso, sin atinar a defenderse. Fue entonces cuando otro disparo le dio en plena frente y el joven se desplomó sobre el cuerpo de su amada.

El padre, dolorido e indignado, no se acercó siquiera a los cuerpos yacentes e instó a sus compañeros a volver. Esa noche, la imagen de su hija no pudo apartarse de su mente, y con las primeras luces del alba, inició el camino hacia el lugar donde tan tristemente terminara ese amor tan grande que motivó que los jóvenes se olvidaran de sus diferencias de raza. Cuando llegó a la choza, el español no halló restos de la tragedia y en el lugar donde la tarde anterior yaciera la pareja -sin que existiera ningún rastro de la sangre allí derramada- se erguía un hermoso árbol de tronco fuerte, cubierto de flores azul oscuro que se mecían suavemente con la brisa.

El hombre tardó en comprender que Dios había sentido misericordia de los enamorados y había convertido a Mbareté en ese árbol, y que los ojos de su hija lo miraban desde todas y cada una de las azules flores del jacarandá.

Esta es la historia y me parece además que nos es muy familiar, si recordamos aquella película tan taquillera y premiada, que bajo el título de “Tizoc”, escenificaron María Félix y Pedro Infante, sobre el amor entre un indio y una mestiza.

En todo caso, cuando ahora miremos una Jacaranda, tengamos también presente las maravillas de la naturaleza y el sublime amor humano.

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